La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

Simbología salvados de la derecha: Los mártires y Confesores

· Los mártires

Salvados 14La serie de quienes dieron testimonio con su sangre se abre con san Lorenzo, que está sentado en una nube debajo de María y sostiene la parrilla. Le sigue el apóstol Bartolomé con el cuchillo y su propia piel desollada, en la que Miguel Ángel pintó su autorretrato doliente y deformado. A su derecha, sobre la nube contigua, se hallan reunidos seis hombres y una mujer. Como ya hemos visto, Isaías también forma parte de este grupo. La mujer, casi oculta en el extremo izquierdo, apoya la mejilla en el brazo, envuelto por un tejido violáceo, y mira a lo alto, hacia las bragas blancas del hombre identificado como Daniel.

Detrás de este último reconocemos a otros tres hombres. El primero de ellos viste de verde, y el segundo, de rojo. El hombre que lleva el manto rojo sobre el hombro derecho señala a Catalina, que sostiene en la mano una gran rueda rota. Entre ellos y el joven con la cruz se adivina la cabeza, como engastada, de otro hombre joven, pero no hay ninguna tela coloreada que nos permita saber quién es. Hemos identificado a Daniel en la figura con las bragas blancas, pero ¿quiénes serán estos tres jóvenes? Se trata de los tres jóvenes compañeros de Daniel salvados del horno (Dn 3). Como cuenta el libro de este profeta, a pesar de ser inocentes fueron acusados, pero un ángel les salvó de los tormentos. Por este motivo, uno de ellos llama la atención sobre la rueda de Catalina, su primer instrumento de martirio que, según cuenta la leyenda, fue destruido por un ángel.

También la mujer vestida de color violeta se cita en el libro de Daniel; se trata de Susana, a quien se le condenó a partir de falsos testimonios, y cuya inocencia fue demostrada por Daniel, que, iluminado por el Espíritu de Dios, la salvó de la muerte (Dn 13, 44-47). La declaración de inocencia de Susana se expresa a través de las bragas blancas del profeta, que llenan la atención de la mujer joven vestida de color violeta, como se ha dicho anteriormente.

El hombre joven con la cruz lleva el manto color azafrán del discernimiento espiritual, razón por la que esta figura sólo puede asociarse con el buen ladrón, quien al contrario que su compañero en el cadalso, comprendió que Jesús era inocente, y entonces Jesús, desde la misma cruz, le prometió el paraíso (Lc 23,43).  El tema de la inocencia y el juez salvador se repite una vez más, a través de la relación entre Susana y Daniel, por medio de un juego de referencias: el ladrón crucificado con Cristo reconoce su inocencia y su poder salvador.

En las siete personas que hay en esta nube Miguel Ángel expone todo su canon cromático, tal como lo ha elaborado y utilizado para caracterizar a sus personajes. Susana apoya la mejilla en su brazo, envuelto por completo por una tela de color violeta. La sentencia injusta la aflige y le infunde una firme voluntad de expiación. Mira hacia Da­niel, que lleva bragas blancas y probará su inocencia. El blanco indica la pureza de la fe, pero este color, que tam­bién indica la pureza de la esposa, debe relacionarse con el azul de la contemplación. Isaías se inclina hacia delante, sobre un manto de este último color. El blanco de las bra­gas de Daniel también debe asociarse con el verde y el rojo, colores de la esperanza y el amor, que visten dos de sus compañeros. Finalmente diremos que el color amarillo azafrán del discernimiento espiritual caracteriza al buen ladrón.

Los mártires de la Nueva Alianza que le siguen son san Blas y santa Catalina de Alejandría . En su origen, esta última se hallaba completamente desnuda, así lo demuestran todas las copias, anteriores a las feas medi­das tomadas por los braghettoni, incluso antes de que mu­riera Miguel Ángel. Catalina ofrece la rueda rota a algunos de los hombres que intentan subir al cielo pero son re­chazados por los puñetazos de los ángeles. La santa gira la cabeza hacia el lado contrario adonde se encuentra el Juez supremo. Sin embargo, en la actualidad el magnífico mo­vimiento de su cuerpo queda enmascarado por la vesti­menta verde que lo cubre.

SAN SebastianLos peines han cambiado, estropeándola, la posición de la cabeza de san Blas. Se ha conservado el color rojo de sus vestiduras, pero ya no mira hacia abajo, al ángel que le inflige la pena, es decir, a los instrumentos de su martirio. San Sebastián, con un haz de flechas en la mano, se ha quedado desnudo. Tan sólo cubre sus genitales un fragmento de su vestimenta, pintada con la técnica en seco. En compañía de las tres mujeres, mira desde la nube hacia los hombres a quienes todavía se prohíbe la ascen­sión al Paraíso.

¿Quiénes son las tres mujeres? Visten de verde, azul y rojo, y la última, que es la más joven, lleva el peinado pro­pio de una esposa. Las otras dos, que se encuentran detrás de Sebastián, van veladas. Al moverse paralelamente res­pecto al espectador, parecen dos hermanas, una más joven que la otra. La primera, que lleva una vestidura verde, se­ñala con la mano derecha en dirección a los peines de hie­rro de san Blas y mira a lo lejos por encima del brazo izquierdo de san Sebastián, mientras la segunda mira por debajo del brazo de éste hacia la parte inferior.

En la tradición romana, las santas hermanas Práxedes y Pudenciana se relacionan con el martirio. Según la leyen­da, eran hijas de Pudencio, que hospedó a san Pedro en su casa del Esquilmo, y, de acuerdo con la misma tradición, ambas ocultaron y enterraron secretamente los cuerpos de los mártires. La mujer vestida de verde puede ser Pudenciana, y la vestida de rojo, Práxedes.

La tercera figura vestida de rojo, que se apoya en la cornisa, permanece a la sombra del recio portador de la cruz, hasta el punto de que resulta difícil distinguir su vestimenta roja. Posiblemente representa a santa Inés, la más famosa de las mártires romanas. Aunque, sin apartarnos del ámbito romano, también podríamos pensar en santa Bibiana o en cualquiera de las demás vírgenes mártires, como santa Ágata, Lucía o Dorotea; no es posible establecer con certeza su identidad. Esta figura a la sombra de la cruz acaso simbolice a las mártires en general; sólo al describir la escena que se encuentra debajo sabremos por fin de quién se trata.

Al representar al grupo de mártires que muestran sus instrumentos de martirio a quienes todavía sufren tormentos, es posible que Miguel Ángel pretendiera aludir al pasaje del Apocalipsis donde se dice que quienes fueron inmolados a causa de la palabra de Dios gritan: «¿Cuándo, oh Soberano, tú que eres santo y veraz, harás justicia y vengarás nuestra sangre haciéndola recaer sobre los habitantes de la tierra?» (Ap 6, 10). Así pues, esa hora ha llegado.

Salvados 16· Los confesores

Un imponente portador de la cruz pintado en el margen derecho relaciona al grupo de los mártires con el de los confesores. En un primer momento, Miguel Ángel posiblemente pensó sólo en Simón de Cirene, a quien los soldados obligaron a llevar la cruz de Jesús (Mt 27, 32), pero posteriormente desarrolló este tema. En efecto, una mujer pintada en el margen derecho, con un vestido color azafrán, propio del discernimiento, besa el madero de la cruz. Dos manos procedentes de la derecha se tienden hacia el árbol de la cruz e intentan aferrado. Más arriba, un anciano vestido de blanco, calvo y con barba, se ha acercado a la cruz y mira pensativo el madero. Encima de él, un hombre atlético vestido de rojo se dispone a coger la cruz de los hombros de Simón de Cirene. La cruz es el objeto del deseo de los santos, y puede ser que el artista hiciera alusión al versículo de la epístola de san Pablo a los Gálatas donde se dice: «Llevad los unos la carga de los otros» (Ga 6,2).

Los colores armonizan bien entre sí: la fe contempla la cruz, mientras que el amor, por el contrario, le quita la cruz al otro. A la izquierda, detrás del que lleva la cruz, se asoma una mujer que mira fijamente al espectador. Viste de verde con sombras rojas y su velo es blanco. Es la personificación de la esperanza, que invita al observador a confiar en ella mirando la cruz, o a poner la esperanza en la cruz con amor y ánimo confiado. A la izquierda, junto a la mujer de la que hemos hablado, hay un hombre de barba blanca; una de sus rodillas está envuelta por un manto rojo que el color blanco hace resaltar. Con la mano derecha señala al portador de la cruz, sin dejar de mirar, confiado, hacia Jesús. La dirección de su mirada queda subrayada por el dedo de otro confesor que también mira en dirección a Cristo.

A través de una línea invisible trazada por la mirada y la mano se crea un nexo entre el Juez, en el centro, y el portador de la cruz, en el margen. A la izquierda, un hombre que tiene los ojos ocultos por una capucha rojo-verde, y cuyo rostro recuerda a Miguel Ángel, se asoma por el extremo de la cruz. ¿Era el artista consciente del parecido cuando pintó esta figura? Lo ignoramos, pero si así fuera, en la figura que hay a su lado, en la sombra, habría representado a su discípulo Tommaso Cavalieri con quien le unía una profunda amistad. ¿Será acaso la mujer que se encuentra detrás del hombre que coge la cruz de los hombros de Simón Vittoria Colonna? Mira fijamente hacia Jesús y lleva la vestimenta de la fe, sombreada de violeta. Todas las figuras de las que hemos tratado hasta ahora se distribuyen alrededor del portador de la cruz. Pero del hombre completamente desnudo, sentado en primer plano en el centro del grupo, parte un movimiento centrífugo. Mira hacia una mujer velada de blanco que, presa del dolor y con la boca entreabierta, mira fijamente al espectador. Un joven que viene de atrás se inclina hacia ella y la abraza con el brazo izquierdo, mientras que con la mano derecha roza la mejilla del joven desnudo, sentado en primera fila, en el extremo izquierdo (il. 171). El manto, del color amarillo de la santidad, se hincha por detrás de la espalda del joven que abraza a la mujer velada de blanco.

Seguramente, Miguel Ángel quiso representar a una santa madre con su hijo, y la pareja nos recuerda a santa Mónica con Agustín, padre de la Iglesia. De ser válida esta interpretación, el otro joven, cuya mejilla roza el anterior, no puede ser otro que san Ambrosio, y si nos acercamos veremos también a los otros dos Santos Padres de la Iglesia latina: Gregorio y Jerónimo. Este último sería el de la barba gris -de acuerdo con la iconografía tradicional-, que mira hacia Cristo y al mismo tiempo señala al portador de la cruz. En este caso, la figura que dirige la mirada hacia el grupo formado por la madre y el hijo, al mismo tiempo que con un gesto expresivo tiende la mano derecha hacia el espectador, como si quisiera comunicarse con él, sólo puede ser Gregorio.

Entonces quedaría claro quién es la mujer que hemos interpretado como la personificación de la esperanza. Sería Eustoquio, discípula de Jerónimo, cuya vida monástica trascurrió en Belén, al lado de ella, y a quien él dedicó su traducción del Antiguo Testamento. Eustoquio se halla sentada precisamente delante del padre de la Iglesia, y su proximidad al portador de la cruz aludiría a su vida ascética en Tierra Santa.

Salvados 04cDetrás de Ambrosio, una mujer vestida de verde mira hacia la madre doliente y reza con las manos en alto. Se encuentra junto a Tecla, la discípula de san Pablo. Detrás de ella, un hombre anciano mira en su misma dirección. Podrían ser santa Escolástica y su hermano san Benito. Entre sus cabezas y detrás de ellas halla un joven en el que podemos ver a uno de los primeros discípulos del padre del monaquismo occidental: san Mauro o san Plácido. Por lo tanto, tenemos a la madre con su hijo y a la santa hermana con su hermano, que también era su pedagogo y maestro.

Aquel en quien creemos ver a san Ambrosio tiende hacia lo alto su brazo derecho que coge un joven perfectamente visible que se cubre la cabeza con un turbante y lleva un manto blanco. Este último beato ya no forma parte del grupo de los padres de la Iglesia, sino del grupo de hombres que se abrazan y se saludan besándose. En este sector posterior también observamos, en primer lugar, a un viejo con una larga barba blanca. Su mirada trasciende el fresco para mirar hacia las mujeres del Antiguo Testamento que, coronadas por Eva, vemos en el borde de la izquierda, por lo que en el hombre debemos reconocer a Adán, padre del género humano. Esto nos ayuda a identificar a las demás personas, a las que ahora podremos llamar por sus nombres.

Detrás de Adán está su hijo Abel, el justo. El barrigón portador de esperanza a quien Adán toca y que viste de verde podría ser Set, el hijo engendrado por Eva después de que Abel muriera a manos de Caín (Gn 4,25). Set mira intensamente a su descendiente Enoc, en cuyo tiempo se invocó por primera vez el nombre del Señor (Gn 4, 26). El manto de Set está manchado por el amarillo pecaminoso, porque la primitiva culpa de Adán y Eva se transmitió de generación en generación.

Detrás de Enoc se encuentra un hombre con los brazos cruzados sobre el pecho que mira hacia abajo en dirección a Pedro y cuyo manto rojo le envuelve la cabeza. A su lado, un hombre más viejo, con barba blanca y vestimenta verde, que reza con las manos juntas, mira hacia lo alto a una figura joven de piel oscura que, a pesar de no ser un ángel, se encuentra junto a la base de la columna de la flagelación. ¿Quiénes serán estos tres hombres?

Después de Adán, la figura más importante en la secuencia de las generaciones es Noé, que aquí vemos representado en el hombre vestido de verde. Dado que uno de sus tres hijos, por el que está rezando, es el cabeza de la estirpe africana, el hombre de piel oscura al que vemos junto a la columna de la flagelación podría ser Cam. De ser así, e] que mira en dirección a Pedro sería su hermano Sem. Sólo nos falta Jafet, el tercero de los hijos de Noé, origen de los indoeuropeos y, en consecuencia, de los italianos. Difícilmente nos equivocaremos viendo a Jafet en el joven de turbante blanco que se halla delante de las parejas que se abrazan y coge la mano derecha de Ambrosio, obispo de Milán. De esta manera todos los grupos se cierran de una forma convincente. A la izquierda, detrás de Raquel, ya hemos individualizado a las tres mujeres de los hijos de Noé. Arriba, en el ángulo derecho, vemos el rostro de san Francisco y dos hombres que visten de verde y llevan capucha. ¿Serán miembros de una hermandad florentina que todavía hoy sigue ocupándose de los enfermos y desgraciados?

Lo cierto es que Miguel Ángel reservó este fragmento del Paraíso a los santos de su época o de las inmediatamente anteriores. El detalle de los elegidos que se abrazan y saludan besándose fraternalmente alude al encuentro de personas que vivieron en épocas muy distantes.

Comments are closed.