La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

Una década en los andamios de la Capilla Sixtina

Gianluigi Colalucci

restauracion 13La larga y comprometida restauración de los frescos de Miguel Ángel de la Capilla Sixtina concluyó el 8 de abril de 1994, con la misa solemne celebrada por el papa Juan Pablo II ante el gran fresco del Juicio Final, por primera vez visible tras la limpieza.

Cuatro años antes, un encuentro internacional celebrado en el Vaticano para estudiar y debatir los resultados de la restauración, venía a solemnizar el término de los trabajos de la bóveda. En octubre de 1985, a la conclusión de los trabajos de los lunetos, tuvo lugar un congreso en el Wethersfield Institute, dos de cuyas comunicaciones se presentaron en Nueva York, en el Metropolitan Museum y en la Frick Collection.

Lo que los periódicos describieron enfáticamente como la “restauración del siglo”, comenzó la mañana del 16 de junio de 1980, en el momento en que en la Capilla Sixtina se levantó el andamio frente al luneto de Eleazar-Matán  y se produjo el encuentro con la gran obra de Miguel Ángel. Releyendo las palabras que aquel día anoté en el diario de trabajo para describir el estado de conservación del fresco, advierto que éstas resultan escuetas, frías y distantes, como exige la objetividad profesional, aunque la emoción y la ansiedad que cundía en todos los presentes se trasluce en las breves anotaciones en las que refiero cómo retiré el polvo y el negro de humo de una minúscula porción de pintura con la esquina de un pañuelo humedecido, de forma poco científica, con saliva, y la sorpresa de todos al constatar que bajo la capa de materia pegajosa y negruzca, yacía un imprevisible color amarillo de un tono intenso, a pesar de una capa persistente de suciedad.

Aquella página, después de muchos años, lejos del clamor del acontecimiento y de las polémicas que lo acompañaron, me ha hecho reflexionar sobre el largo camino recorrido y sobre el giro que dio a mi vida un trabajo absolutamente excepcional, como fue la restauración de los frescos sixtinos. De pronto, después de treinta años de trabajo silencioso, alejado del ritmo impuesto por la vida cotidiana, conocido sólo por unos pocos especialistas, me encontré en el centro de la escena, ante los ojos de todos, porque casi todo el mundo siguió y participó emotivamente en los progresos de esta restauración.

Soy consciente de la fortuna que la vida me ha reservado. Y no por la notoriedad, que puede complacer pero que es efímera e inconstante, sino por haber podido volver a recorrer, pincelada a pincelada, todo el camino que Miguel Ángel recorrió en su afanosa experiencia de pintor.

Se dice que el destino de un hombre está escrito en la estrellas. Quizá sea verdad, quizá no, pues, a pesar de que la vida está hecha de acontecimientos concatenados, no es menos cierto que nuestro destino está en nuestras propias manos. Es posible que en el cielo del primer día de octubre de 1960, fecha de mi incorporación a los Museos Vaticanos, estuviera ya escrito que veinte años después subiría al andamio de la Sixtina para devolver a la luz los frescos de Miguel Ángel, pero es más probable que el cielo de aquella noche fuera negro como pizarra para que yo mismo escribiera en ella mi destino: día a día, hora a hora. Pero todo esto no es importante y no cuenta. Cuentan los resultados de tanto trabajo, la restitución de la pintura mi- guelangelesca a su auténtico aspecto, y cuenta, acaso, lo que nosotros -el reducido grupo de especialistas de los Museos Vaticanos que ha tenido un contacto estrecho con la obra- estemos en condiciones de contar y de transmitir de todo lo que hemos visto y estudiado de cerca.

restauracion 10La excepcionalidad de la restauración

Creo que la excepcionalidad, la absoluta singularidad de la restauración que nos ha comprometido durante catorce años -de junio de 1980 a marzo de 1994-, se debe a cinco factores.

El primer factor se deriva de la altura artística, espiritual y religiosa de la obra de Miguel Ángel. El segundo, de la sacralidad, o mejor, del mito que siempre acompaña a la obra y a la personalidad del gran artista toscano, un mito que él mismo creó y alimentó.

El tercer factor es la cultura que en los últimos tres siglos, habiéndose perdido totalmente la memoria de los colores auténticos, ha echado raíces y ha extraído su savia de los actuales tonos oscuros, manchados y atormentados de los frescos; estoy pensando en William Blake y, más recientemente, en pintores como Annigoni, por dar sólo dos nombres. El cuarto factor está ligado a los anteriores y es, quizá, el más importante, aunque el menos considerado. Se deriva del hecho de que los frescos de Miguel Ángel sólo se encuentran en un lugar, en la Capilla Sixtina y en la antigua Capilla Paulina: en efecto, si hubiera existido la posibilidad de compararlos con otros frescos del mismo autor, conservados de manera distinta y menos sucios, el problema de la limpieza no se habría planteado en los términos tan acuciantes y dramáticos que hemos debido afrontar, y tampoco se habrían producido las violentas reacciones de quienes intentaron condicionar la opinión pública.

El quinto factor va unido a la incógnita acerca de la técnica empleada por Miguel Ángel. El estado de los frescos dejaba una puerta abierta a cualquier hipótesis, desde la de la pintura a mezzo fresco, a la pintura a secco para las veladuras resinosas. Nadie sospechaba que se tratase de fresco auténtico o buon fresco. Tan sólo Biagio Biagetti, que dirigió los trabajos de consolidación del enlucido en los años treinta, intuyó la inconsistencia de las conjeturas y comprendió que los auténticos colores eran de otro tono e intensidad, pues parecían ocultos tras un cristal ahumado.

restauracion 06Los frescos se encontraban en esas condiciones porque las antiguas técnicas de restauración, practicadas de forma casi exclusiva por pintores, privilegiaban la aplicación a la pintura de nuevos pigmentos y de materias para reavivar los colores, en lugar de recurrir a la limpieza que, en el mejor de los casos, sólo se realizaba de forma sumaria y con métodos rudimentarios, brutales y agresivos.

Después de algunas limpiezas -la de Mazzuoli, realizada en el siglo XVIII con vino griego, no parece haber afectado al Juicio-, de inoportunas aplicaciones de goma arábiga, de cola animal líquida y aceite, y de repintados y retoques, los frescos de Miguel Ángel habían adquirido el notorio aspecto oscuro y sucio que apenas dejaba reconocer la verdadera naturaleza del fresco. Sobre la técnica de Miguel Ángel se han escrito, incluso en épocas relativamente recientes, comprometidos ensayos que, no obstante, tenían la aproximación y la escasa fiabilidad de los estudios sobre la técnica de los antiguos maestros que antaño publicaban los pintores, confiando en su propia experiencia y tras observar las obras sólo a distancia. Nosotros, por el contrario, basándonos en datos objetivos apoyados en análisis científicos, podemos afirmar que, tanto la bóveda como el Juicio Final se pintaron en buon fresco, con un añadido limitado de partes a secco; que el número total de jornadas empleadas en el Juicio es 449 -de la bóveda hemos hablado ampliamente en anteriores publicaciones-, y que el enlucido se compone de cal y puzolana.

restauracion 04Miguel Ángel aprovecha completamente el tiempo óptimo de carbonatación del hidrato de calcio que exige el buon fresco, lo cual demuestra una altísima calidad técnica. Con mano sabia, explota la pureza de los colores y la posibilidad que le ofrecen las relaciones y las modulaciones cromáticas realizadas con pinceladas unas veces líquidas, y otras densas. Como se ha dicho, el recurso a la pintura a secco es muy escaso. En el Juicio Final su uso es más meditado que en la bóveda: un paño rojo, un instrumento de tortura al que se abrazan los mártires, las trompetas que atraviesan más de una jornada, el remo de Caronte, etc. Mayor es también el empleo no previsto de la técnica a secco, ya que el tamaño de la composición impuso a Miguel Ángel numerosos ajustes o correcciones de pequeña entidad, especialmente en las piernas de las figuras más grandes, así como en el brazo levantado y en el torso de Cristo, que no eran correctos desde el punto de vista perspectivo. El problema del cielo es distinto, pues, a pesar de estar pintado todo con lapislázuli, éste se ha aplicado en parte al fresco, lo que aun hoy puede verse, y en parte a secco. De esta parte, extremadamente delicada, tan sólo han quedado algunas huellas, y se ha ido consumiendo con los siglos, sobre todo por culpa de las limpiezas, acaso desde la primera restauración que llevó a cabo Carnevali en 1566. En la empuñadura del remo de Caronte, completamente rehecho a partir de la huella del original perdido, se han identificado la fecha y las siglas D.C.

En el Juicio existe también otro tipo de pintura a secco que no es de la mano de Miguel Ángel: se trata de los célebres paños censores que cubren 41 desnudos.

bragathoniEl Juicio Final, cuya composición contaba con una larga tradición iconográfica, pintado con una concepción nueva e inusitada en el panorama general de la pintura de su tiempo, lleno de “indecente” desnudez, de “mil herejías”, produjo un escándalo tal que provocó que el Concilio de Trento ordenara en 1563 su inmediata corrección. En 1564, la comisión decidió que se retocaran los desnudos. Trabajaron en esta operación Daniele da Volterra, posiblemente Girolamo da Fano, y después el propio Carnevali.

Todos los añadidos del siglo XVI, 23 en total, se realizaron con temple graso, excepción hecha de los santos Blas y Catalina, que se corrigieron de forma más decidida y al fresco, tras haber picado las partes originales que había que sacrificar. En los siglos posteriores se fueron añadiendo otros dieciocho paños, siempre al temple, hasta alcanzar en el siglo XIX el número total de 41.

Por el contrario, en la bóveda se produjo una única, y tardía, intervención censora: el cubrimiento del seno desnudo de la mujer que está junto al niño en el luneto de Salomón.

Las múltiples restauraciones, desde la más antigua, la de Carnevali de 1566, hasta la más reciente, llevada a cabo por Seitz en 1904; las múltiples intervenciones parciales de conservación, como las del mundator, figura de pintor-restaurador dedicado a la limpieza de los frescos de la Sixtina instituida por Pablo III, o como las operaciones de afianzamiento de los enlucidos de los años treinta, realizadas por el Laboratorio de Restauración de Pintura de los Museos Vaticanos; todas estas intervenciones han dejado en el fresco muchas huellas.

Especialmente en el Juicio Final, los innumerables intentos de limpieza, fallidos y después disimulados con suciedad nueva -como el clamoroso de 1825, realizado por Pietro Camuccini, en la zona superior derecha, y que fue interrumpido por la Accademia di San Luca-, han dejado importantes señales y una superficie de aspecto oscuro, irregular, manchado, así como una película de cola animal invadida de colonias negras de hongos puntiformes, llena de minúsculos y muy claros desgarros en el color.

En la certeza de que el cromatismo original de los frescos era distinto del que aparecía ante nuestros ojos, Cario Pietrangeli y Fabrizio Mancinelli, con el consejo de Pasquale Rotondi, y a partir de evaluaciones de índole histórico-crítica, consideraron la posibilidad de la restauración. Después de los indispensables análisis técnicos, científicos y de conservación, la hipótesis se convirtió en una decisión operativa.

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Inicialmente abordamos el luneto Eleazar-Matán, y sólo después de obtener el consenso y el apoyo de los estudiosos y de la opinión pública, se elaboró el proyecto para toda la bóveda y para el Juicio Final sobre la base del conocimiento adquirido y de los resultados y la experiencia realizada con esta limpieza limitada a un solo luneto. Una decisión sin duda difícil y valiente, aunque sustentada por la convicción en la bondad de las nuevas tecnologías de intervención y en el desarrollo de la investigación científica, que a finales de los años setenta habían cambiado el clima existente en el ámbito de la restauración en el sentido de la innovación y de mayores dosis de conciencia y conocimiento.

La restauración, una disciplina muy antigua y, desde el punto de vista metodológico, siempre igual a sí misma, comenzaba a finales de los años cuarenta a salir del empirismo para encaminarse hacia nuevas técnicas de intervención apoyadas en una investigación científica sistemática. A finales de los setenta, tras muchas experiencias caracterizadas por fuertes impulsos hacia adelante seguidos de fases de reflexión y comprobación, se había alcanzado un nivel cualitativo tan alto que permitía considerar la hipótesis, de otra forma impensable, de poner la mano en los frescos de Miguel Ángel. El margen de seguridad era muy amplio y el de riesgo tan pequeño que se podía anular totalmente con la cautela y la experiencia de los operarios y con la prudencia de una dirección responsable.

Los trabajos comenzaron de forma cauta, lenta y gradual. Las normas técnicas y científicas del Laboratorio de Restauración de Pintura de los Museos Vaticanos, que a finales de los años setenta habían alcanzado un alto nivel, se enriquecieron y perfeccionaron a lo largo de los años posteriores.

Más allá de los problemas técnicos, la restauración, o mejor, la limpieza, presentaba problemas de carácter histórico-artístico ligados a la licitud de la recuperación de la pintura original. Una pintura que, como se ha dicho, se encontraba cubierta por una capa de materiales extraños descompuestos, sedimentados en la superficie por el lento envejecimiento o aplicados por los empíricos restauradores del pasado. En efecto, una corriente de pensamiento, aunque conservadora y de una consistencia limitada, considera como un envejecimiento natural o como un dato histórico, incluso todo lo que se refiere a intervenciones arbitrarias y a las alteraciones de los materiales extraños a la pintura, en contraste con el articulado pensamiento de Cesare Brandi, que precisó con lucidez el concepto de instancia histórica.

Convencidos de que la calidad y la integridad del fresco de Miguel Ángel imponían una opción valiente, y tras constatar el peligro de la cola animal, que producía extensas zonas de pequeños desgarros en la película pictórica, la decisión de emprender la limpieza pareció obligada.

Sin embargo, el de limpieza es un concepto abstracto que debe ser definido y concretado a través de la elección del “nivel” de limpieza. Este nivel no es un problema exclusivamente técnico, y sólo llega a serlo en un segundo momento: primero está la elección teórica, que compete a la crítica de arte y que siempre es una elección subjetiva, ligada a la cultura del momento -especialmente cuando se trata de pinturas sobre un soporte de madera o de tela- y que, por lo tanto, está siempre expuesta a la dialéctica de la multiplicidad de los puntos de vista.

restauracion 21En los frescos de la Sixtina, el factor arbitrario resultó ser muy reducido pues la decisión resultó obligada después de que las investigaciones científicas dirigidas por Nazzareno Gabrielli y las pruebas de limpieza hubieran evidenciado que sólo la recuperación íntegra de la textura pictórica miguelangelesca, del exquisito modelad, y del cromatismo, podían dar sentido a la limpieza. Las viejas soluciones de compromiso, como la “limpieza a medias”, no tenían sentido alguno, ni en el plano de la pura conservación, porque no habríamos eliminado la causa del deterioro -atribuible especialmente a la acción mecánica de la contracción de las colas animales-, ni en el plano estético y filológico, pues no se habría recuperado íntegramente la pintura original, dejando que un velo oscuro irregular -no una pátina, que es cosa bien distinta- alterase el perfecto y delicado modelado original de los desnudos. Además, la capa oscura que quedara habría exigido una operación de reequilibrio con intervenciones de veladura artificial y con la aplicación de materiales nuevos, destinados a un deterioro relativamente rápido.

En la fase de proyecto de la intervención, además de otros experimentos para encontrar la metodología óptima y establecer el nivel de limpieza, yo, en calidad de responsable, tuve que considerar también un problema nada evidente, pero de una importancia capital: el riesgo de que la limpieza realizada por varias manos resultase discontinua y desequilibrada sobre una superficie tan grande y en el curso de un periodo de tiempo tan largo.

Resolví este delicado problema técnico adoptando una metodología de intervención -publicada varias veces en el curso de los trabajos- que, además de segura, inofensiva y absolutamente satisfactoria, fuera extremadamente simple a fin de evitar que se trasluciera la diversidad de las acciones de las manos de varios operarios. Por ello, quedaban excluidos los procedimientos al uso a finales de los años setenta, que exigían continuos ajustes y adaptaciones según el particular modo de interpretar la limpieza de cada uno de los operarios.

Como es obvio, no se trataba de proceder de forma ciega y mecánica con un único método, pues la limpieza de las partes pintadas a secco imponía sensibles variaciones que había que estudiar para cada caso específico.

restauracion 18Para el Juicio Final se diseñó una metodología que fuera compatible con la presencia de la gran superficie pintada con azul de lapislázuli. También el número de restauradores, cuatro incluyéndome a mí, fue una elección que buscaba el mejor resultado. Quizá fuera una decisión impopular entre los muchos colegas capaces que fueron excluidos, pero no hacía más que responder a la exigencia de un mayor control del trabajo y de una actuación uniforme. Junto a mí, que en la bóveda trabajé esencialmente en la zona central con la escena de la Creación, intervinieron los siguientes restauradores: Maurizio Rossi, que trabajó en la parte izquierda donde se encuentran, entre otros, los profetas Joel y Ezequiel, y Pier Giorgio Bonetti, que trabajó en la parte derecha en la que están la sibila Cumana y Daniel. A Bruno Baratti, además de otras tareas técnicas, le confié la limpieza de las arquitecturas fingidas, de los medallones monocromos de la bóveda y de algunas figuras del Juicio Final.

Una vez concluida la restauración se ha comprobado que el plan de trabajo ha respondido completamente a las expectativas.

La mezcla disolvente empleada, de aspecto gelatinoso, mantenida durante tres minutos sobre la parte que se iba a limpiar, tenía una acción emoliente sobre las sustandas extrañas adheridas al fresco y las hinchaba, lo que permitía su eliminación con una esponja humedecida con agua destilada. Las partes a secco, que siempre temen al agua, se identificaron claramente antes de cada intervención y en ellas se empleó un método basado, donde fue posible, en disolventes volátiles y no en el uso de agua. Donde se hizo necesario utilizar disolventes acuosos hubo que valerse de complejos procedimientos basados en la impermeabilización preventiva y momentánea de los pigmentos aplicados a secco.

Para la limpieza del Juicio Final se usó un disolvente acuoso, compuesto por un solo elemento, que se aplicó en periodos de hasta 12 minutos. La limpieza del cielo, realizada con el mismo disolvente, precisó de una habilidad especial a causa del carácter delicado del pigmento.

restauracion 15En lo tocante al problema de la conservación o remoción del gran número de censuras, mejor conocidas como braghe, se imponía una decisión que debía surgir de una elección de carácter histórico-artístico. No existía ningún problema respecto a las imágenes de San Blas y Santa Catalina, cuyas partes originales habían sido picadas y repintadas al fresco y eran irrecuperables. El asunto fue objeto de profundas discusiones, debates y controversias. Por un lado estaban los que querían recuperar íntegramente toda la pintura de Miguel Ángel, y, por otro, los que deseaban conservar todos los añadidos. Prevaleció una tesis que, a pesar de tener la apariencia de un compromiso, en realidad era producto de un atento análisis y de una interpretación, en mi opinión, correcta del pensamiento de Cesare Brandi acerca de la existencia de dos polos en la obra de arte: la instancia estética y la instancia histórica. Así pues, se conservaron las censuras del siglo XVI porque se consideraron un documento histórico de gran importancia, unido al Concilio de Trento y a la Contrarreforma. Por el contrario, se quitaron las censuras de los siglos XVIII y XIX, al no ser reconocidas como un documento histórico, en ausencia de elementos que aportaran datos sobre la paternidad de la decisión. No obstante, se conservaron algunas de estas últimas para servir de documento de las intervenciones tardías. Para poner en práctica esta decisión era necesario distinguir entre los taparrabos del siglo XVI y los demás; pero la datación no era una labor simple. Por ello se recurrió al análisis químico de los colores, pues, como es bien sabido, algunos de éstos sólo se comenzaron a emplear a partir de la segunda mitad del siglo XVIII.

La pintura al fresco, técnica muy antigua, es claramente la más duradera de entre todas las que se conocen, pues se sirve de materiales resistentes, como la arena o la puzolana, compactados por el carbonato de calcio que se produce en la oxidación del hidrato de calcio, es decir, de la cal. Para el fresco se usan preferentemente colores naturales, como ocres y óxidos. Pero tiene un gran enemigo: la sal, que el agua de lluvia o el vapor pueden disolver en los enlucidos y en los ladrillos de los muros y hacer que se filtre del interior al exterior de la película de pintura, rompiéndola, corroyéndola y despegándola. Los frescos de Miguel Ángel han sufrido este ataque, agravado por el proceso en cadena de las restauraciones, con las consecuencias ya referidas, aunque, gracias a la alta calidad de los materiales y a la espléndida técnica, los daños sufridos suponen un porcentaje tan bajo como para afirmar que los frescos están casi íntegros.

Los problemas derivados de la ligera falta de cohesión encontrada en el azul de lapislázuli del Juicio Final y en los pocos pigmentos sometidos con mayor intensidad a la acción de las sales, se han resuelto con el uso de fijadores muy ligeros, según el método C80, que no deja residuos resinosos en la superficie de la pintura.
A fin de asegurar una larga conservación a los frescos se hacía necesario prever un sistema de protección que, una vez concluida la restauración, redujera o bloqueara las causas de los daños y los agentes nocivos.

Para evitar los inconvenientes derivados del uso de sustancias “protectoras”, se optó por un sistema de acondicionamiento y control del ambiente, para lo que, tras una monitorización y un estudio preliminar del microclima de la Capilla, que se prolongó durante un año, se instaló un gran sistema de filtrado y acondicionamiento que renueva 1,7 veces cada hora los 10.000 metros cúbicos del aire de la sala.

El aire se toma del exterior y, antes de introducirlo en la capilla, se filtra varias veces hasta quitarle todos los agentes nocivos y se lleva a un índice de humedad relativa que oscila entre el 50 y el 60 %, y a una temperatura entre 18 y 25 grados centígrados.

Los antiguos problemas de impermeabilidad del techo se habían resuelto definitivamente con las restauraciones de principios de siglo y las llevadas a cabo en los años setenta.

Una restauración debe cumplir, al mismo tiempo, varias funciones: una, básica, es la de garantizar la conservación de la obra; pero, además, ha de permitir el conocimiento de la estructura de los materiales y, acaso, una nueva lectura de la propia obra.

La restauración de los frescos de Miguel Ángel cumplió sustancialmente estas tres funciones, y por ello la obra se ofrece de nuevo a los estudiosos después de un largo periodo en el que parecía que todo estaba dicho.

DSC00310El aspecto más evidente que la limpieza ha sacado a la luz es el del color. Un color inesperado, aunque en la línea del cromatismo de los siglos XIV y XV. La única diferencia está constituida por los vastos espacios sobre los que Miguel Ángel distribuyó los colores y la acentuada función volumétrica de los contrastes.

Las polémicas en torno a la limpieza se iniciaron a partir de la remoción de las sombras negras de las figuras, que les otorgaban relieve plástico en clave monocroma, y que algunos consideraban auténticas pues parecían responder a la sensibilidad del escultor.

Sin embargo, veremos que los volúmenes creados por medio del claroscuro sin color, como si se tratase de un dibujo, estaban muy alejados de la concepción pictórica de este artista.

Las sombras negras forman parte de esas soluciones que los restauradores de antaño adoptaban para restituir el modelado y acentuar el efecto de claroscuro a las figuras descoloridas por la acumulación de material extraño u ocultas a causa de limpiezas tímidas o sumarias.

Ahora descubrimos que Miguel Ángel conoció bien las eternas reglas que gobiernan la pintura y las interpretó correctamente, componiendo y construyendo las figuras a través de la yuxtaposición de los colores, de los cuales excluyó casi por completo el negro.

También es un auténtico descubrimiento la textura cromática, el dominio de la pincelada que, especialmente en la bóveda, tiene funciones ópticas que afectan a la volumetría de los personajes y a su colocación en el espacio. Como si se tratase de una fotografía, las grandes figuras tienen partes “enfocadas” y otras “desenfocadas”. Las partes “enfocadas” son nítidas y luminosas, obtenidas con pinceladas tupidas y limpias, por lo que al ojo, que consigue captar los detalles, le resultan más próximas. Por el contrario, las partes pintadas con pinceladas líquidas y difuminadas, carentes de detalles, parecen desenfocadas y crean la ilusión de encontrarse más alejadas del ojo. De ahí la intensa sensación de volumen que transmite la bóveda.

Hay que hablar también de otro logro, más ligado a la sensación espacial que a la de volumen. Se descubrió al salir a la luz las dos finas bandas de cielo del testero de la bóveda. El detalle ha permitido comprender que la arquitectura fingida se concibió como una gran sala a cielo abierto en la que se sientan los profetas. Las paredes de la sala están unidas por arquillos aéreos a través de los cuales, en el espacio celeste, aparecen los hechos divinos de la Creación. Miguel Ángel acentuó la sensación de distancia entre el interior y el exterior recurriendo de nuevo a un sutil efecto óptico. En este caso, sin embargo, aplica en pintura la técnica del acabado de las estatuas de mármol, reproduciendo con pinceladas estrechas y tupidas la superficie marmórea pulida y tratada con cera, y con pinceladas entrecruzadas en una trama más o menos ancha, el acabado con el cincel dentado o “gradina”. El uso de la pincelada para obtener calidades de superficie pulida se extiende a las figuras del interior de la sala, mientras que las figuras que se encuentran más allá de la bóveda parecen tratadas con la gradina. De esta forma, a veinte metros de distancia -ésa es la altura de la bóveda- las superficies ligeramente irregulares resultan ópticamente más alejadas que las pulidas y llenas de detalles. Así pues, encontramos en la pintura el célebre non finito de las esculturas, signo evidente de que ello es fruto de una decisión precisa, que tal vez podrá encontrar con la limpieza una nueva clave interpretativa.

La apertura de la bóveda al cielo anticipa conceptualmente la apertura de la pared del altar donde aparece el Juicio Final. Es indiscutible que en la realización de las pinturas de la bóveda, Miguel Ángel mantuvo íntegra la disposición arquitectónica de las paredes para reelaborarla y abrirla hacia lo alto; también en la pared del Juicio Final, la estructura arquitectónica de la Sixtina se toma en consideración y no resulta anulada. Muestra de ello es ese detalle de la figura en rojo junto a San Sebastián que apoya las manos en la cornisa de mármol que corona las escenas del Nuevo Testamento. ¿Para qué incluir este detalle, si no es para subrayar la continuidad tanto material como temporal de la escena del Juicio Final con el resto de la Capilla? La invención de la apertura total de la pared, que transmite la sensación de un vacío que amenaza con absorber al fiel y le muestra la terrible visión del acontecimiento, adquirió un dramatismo absoluto, que una cornisa u otro elemento arquitectónico real añadido a la pared hubieran banalizado.

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El cuarto de siglo que separa la ejecución de la bóveda de la del Juicio Final se percibe en la maduración de la pintura de Miguel Ángel, en la concepción de la gran composición, en la forma de pintar y de usar los colores y de manejar los pinceles; sin embargo, la técnica y el modo de entender la pintura son las mismas que en la bóveda. En el Juicio hay más furia, a menudo el pincel se mueve con rapidez y los toques de color son secos y violentos , algo que no es posible ver en la bóveda, donde, incluso en la ejecución de los lunetos, que es libre e inmediata, hay una compostura inexistente en el Juicio Final.

En la bóveda, el orden y la racionalidad son palpables y a ello contribuye una composición diferente para cada tramo de la nave y una perspectiva policéntrica. Pero la ejecución pictórica, perfecta en la técnica del fresco, parece estar sometida también a un proyecto de microarquitectura que domina el orden y la yuxtaposición de las pinceladas. Lo mismo sucede con los campos cromáticos, que -según la observación de Leonard Berstein durante su visita al andamio de la restauración- están regulados por un orden general de amplio aliento que los distribuye y alterna en el espacio pictórico -los amarillos, los verdes, los rojos-, al modo en que Debussy disponía los temas musicales en sus composiciones.

Virgen 1En la ejecución del Juicio Final, la experiencia adquirida en la bóveda se combina con nuevas ideas y distintos modos de trabajo. Ello permite que junto al Cristo Juez -con el Adán de la Creación, uno de los fragmentos más extraordinarios de toda la pintura- que está pintado con igual cuidado y la misma técnica que los profetas y las sibilas de la bóveda, se encuentre la figura de la Virgen, realizada a base de pequeños puntos, según una técnica que aparece sólo en algunas figuras del Juicio. En el rostro de la Virgen los colores están separados como en el divisionismo: blanco, rojo, rosa, aplicados con la punta del pincel como si se tratara de un auténtico puntillismo ante litteram.

Los estudios acerca de la forma del andamio, sobre la organización del taller de Miguel Ángel, y sobre la debatida cuestión de la sucesión de las fases de trabajo en la bóveda, iniciados durante la restauración, quedaron interrumpidos a causa de la prematura desaparición del insuperable director de los trabajos, Fabrizio Mancinelli.

La sucesión de las jomadas del Juicio Final ofrece pocos problemas, ya que se trata de una composición unitaria, casi sin soluciones de continuidad. Las 449 jornadas comenzaron en la zona del luneto izquierdo, prosiguieron hacia la derecha para volver después en sentido inverso en la zona inferior donde se encuentra el Cristo Juez, y, nuevamente, de izquierda a derecha en la zona de los ángeles de las trompetas, y de derecha a izquierda en la parte más baja, la del Infierno.

En la bóveda el problema es mucho más complejo, por no decir que irresoluble, ya que la composición está dividida en tramos: lunetos, pechinas y triángulos esféricos, cuyas comisas constituyen otras tantas soluciones de continuidad.

Según un estudio mío, sobre el que Mancinelli albergaba alguna reserva, Miguel Ángel, tras un fatigoso comienzo por la escena del Diluvio Universal, dispuso la composición de la bóveda de forma geométrica, realizando en primer lugar las molduras que coronan la pared con los tronos en los que se sientan los profetas.

Esta tesis se apoya, a mi entender, en la continuidad de las jomadas y en el uniforme tono cromático que en ocasiones no concuerda perfectamente con el de los tronos pintados en un segundo momento. Existe, además, otro elemento que favorece esta tesis. Se trata del retoque aplicado al claroscuro de la parte que se encuentra sobre el trono de Jonás (fig.34), donde la sombra se ha trasladado de izquierda a derecha. En vista de que esta corrección se añadió después, a secco, para adaptar la parte de moldura al conjunto de la composición, se puede afirmar que esta moldura había sido pintada antes, según un esquema que ya no era válido en una zona en que la luz venía de la derecha y no de la izquierda, tal y como sucede en el lado derecho donde están la sibila Líbica y Daniel.

restauracion 14Se ha visto y se ha dicho que la singularidad de los frescos de Miguel Ángel se encuentra también en la homogeneidad de la ejecución, en la ausencia de los diferentes modos de trabajo que caracterizan la presencia de un taller. A pesar de que los frescos parecen haber salido de una sola mano, el problema de los ayudantes todavía está abierto, pues, aunque de una forma muy limitada, éstos debieron estar presentes, dado que existen figuras en la bóveda, como algunos desnudos de bronce o algunas copias de putti monocromos, que difícilmente cabe atribuir al pincel de Miguel Ángel. También ha habido discrepancias, acaso en mayor número, en torno al Juicio Final. Pese a los muchos métodos de trabajo del maestro y su fuerte personalidad -que influía en el trabajo del taller y en la elección de la argamasa, los colores o los pinceles- hacen que sea problemática y opinable, por no decir arriesgada, cualquier hipótesis de atribución a los ayudantes de esta o aquella figura.

La obra pictórica de Miguel Ángel posee una complejidad conceptual que la hace absolutamente singular, incluso más ahora que el cromatismo recuperado denuncia con mayor evidencia sus raíces y muestra la esencia del que serviría de modelo a los pintores posteriores.

La pintura de Miguel Ángel, con la engañosa alegría de sus colores y con su des-concertante discontinuidad en la proporción de las figuras -que, sin embargo, no vulnera la perfección formal-, rehúye la emotividad y las pasiones; es una pintura trascendente, donde la figura humana en su valor absoluto se eleva como representación de la misma esencia del hombre. La ausencia en la composición de cualquier objeto que no sea funcional a la propia composición, la falta de elementos ligados al simbolismo de su época, la carencia de concesiones al gusto, la ausencia de “cifra”, la falta de referencias realistas en el espacio y en la arquitectura, la rigurosa racionalidad de la distribución de los campos cromáticos, la racionalidad en la aplicación de la pincelada, … todo ello hace de la pintura de Miguel Ángel una obra de arte absoluta que puede llegar a intimidar.

Los pintores que, como Rafael, Tiziano o Rubens, nacieron como tales y representan a la pintura con mayúsculas, saben, por instinto, atrapar la mirada del espectador, saben asombrarlo y fascinarlo con el color, le invitan, le inducen a la serenidad, saben aligerarle el ánimo.

Miguel Ángel, por el contrario, impone la introspección antes de conceder un placer profundo, íntimo, como el que produce una cantata de Bach.

La visión pictórica de Miguel Ángel es un largo camino de reflexión y de interiorización, donde el hombre, que es el centro de todo, se percibe como imagen del Eterno, como pensamiento y conciencia, como expresión de libertad y de fe, como medio para alcanzar a Dios.

En este contexto, para Miguel Ángel el color disociado de la forma sólo puede desempeñar el papel de mero instrumento, y no representa el fin último de la expresión artística.

Hoy, cuando la obra de Miguel Ángel vuelve a ofrecerse en su integridad, se hace manifiesto el engañoso efecto de aquel depósito oscuro e irregular que apagaba los colores y confundía las formas -además de amortiguar una impresión demasiado fuerte-, pues sólo ponía en evidencia la pura monumentalidad y una falsa melancolía que en el espíritu humano tenía una presa fácil.

·Galería

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