«No te he dado ni rostro, ni lugar alguno que sea propiamente tuyo, ni tampoco ningún don que te sea particular, ¡oh Adán!, con el fin de que tu rostro, tu lugar y tus dones seas tú quien los desee, los conquiste y de este modo los poseas por ti mismo. La Naturaleza encierra a otras especies dentro de unas leyes por mí establecidas. Pero tú, a quien nada limita, por tu propio arbitrio, entre cuyas manos yo te he entregado, te defines a ti mismo. Te coloqué en medio del mundo para que pudieras contemplar mejor lo que el mundo contiene. No te he hecho ni celeste, ni terrestre, ni mortal ni inmortal, a fin de que tú mismo, libremente, a la manera de un buen pintor o de un hábil escultor, remates tu propia forma.»
(Pico della Mirandola: Oratio de hominis dignitate).
Santuario del cuerpo humano
Existe una historia teológica del Vaticano que comienza con el sepulcro de Pedro, piedra angular de la basílica, y tiene su punto de llegada en la Sixtina, «capilla grande» de la casa del Papa. Juan Pablo II la definió «lugar de la acción del Espíritu Santo», porque en ella, desde hace algunos siglos, se realizan los cónclaves y se perpetúa la cadena de la sucesión del Apóstol. Pero en la Capilla Sixtina culmina, desde luego, la historia artística del Vaticano. «Aquí se ha expresado todo lo que se podía decir» acerca de Dios y del hombre con el instrumento de la pintura. Adán es exaltado en su dimensión corpórea y en su belleza como icono visible de Dios. Aún más, con «una rara valentía del arte», se da a Dios la visibilidad propia del hombre. Lo invisible se hace visible. En el Creador humanizado es difícil no reconocer al Dios revestido de majestad infinita. Al mismo tiempo, el cuerpo humano es exaltado en todo su esplendor como obra del Creador, ante cuyos ojos puede permanecer desnudo y descubierto sin disminuirse en cuanto objeto. Por eso el 8 de abril de 1994, al inaugurar los frescos restaurados de Miguel Ángel, Juan Pablo II acuñó una segunda definición de la Sixtina presentándola también como «santuario de la teología del cuerpo humano». En esta aula, que tiene las mismas medidas que el templo de Salomón, parece desaparecer la línea de demarcación entre la fe y el arte. Aún más, como en muy pocos otros lugares del mundo, aquí la fe se transforma en arte, y el arte en fe. La Biblia inspira todo lo que aparece pintado al fresco en estas paredes. Pero no es todo. En este espacio sagrado se concentra en imágenes el camino de la historia humana: desde el prólogo de la creación, desde la caída con el primer pecado, desde la entrada de la muerte en el mundo, hasta la Redención de Cristo por medio de su Pasión, hasta la esperanza de la vida eterna y del Juicio último de Dios a través de Cristo. En las paredes de la Sixtina, desde hace unos quinientos años, se proyecta, como en una película de ciclo continuo, una gigantesca historia espiritual de la humanidad que vive el drama de la lucha entre el bien y el mal, entre el pecado y la gracia, hasta la solución final de la resurrección de los muertos a la gloria o a la condenación eterna.