La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

Biografía

·Su primera juventud en Florencia

Miguel Ángel comenzó su aprendizaje en el taller de Domenico Ghirlandaio (1488) en la misma época en que éste se ocupaba de la decoración al fresco del coro de la iglesia de Santa María Novella, en Flo­rencia. Por lo tanto, no es improbable que el joven Buonarroti aprendiese los rudimentos del oficio colaborando en ese trabajo. No permaneció mu­cho tiempo junto a Ghirlandaio, y ya al año si­guiente lo encontramos en el jardín de San Mar­cos, lugar al que acudía con frecuencia, pues allí podía estudiar las estatuas antiguas de la colección de los Médicis y trabajar, además, como escultor bajo la dirección de Bertoldo di Giovanni. De su primera actividad pictórica se conserva una serie de dibujos, realizados a pluma, sacados de los grandes maestros de los siglos XIV y XV; en cambio, no se ha llegado a saber con certeza si fue el autor del pequeño panel pintado que muestra una copia de un grabado de Schongauer con las Tentaciones de san Antonio. Con la muerte de Lo­renzo el Magnífico (1492), Miguel Ángel se ve obligado a abandonar el jardín de San Marcos, pero aun así sigue prefiriendo la escultura y los es­tudios anatómicos a la pintura. Para encontrar nuevas referencias a su actividad pictórica será preciso esperar a su primera estancia en Roma (1496-1501), pues es entonces cuando realiza un San Francisco recibiendo los estigmas, para la iglesia de San Pedro in Montorio, obra de la que no queda resto alguno.

·La «Batalla de Cascina» y el «Tondo Doni»

En la primavera del 1501, Miguel Ángel regresa a Florencia, donde asiste a la exposición pública del cartón preparado por Leonardo da Vinci para su Santa Ana; queda fascinado por aquel complejo entrelazamiento de cuerpos e intenta reproducirlo en un dibujo que actualmente se conserva en el Ashmolean Museum de Oxford: el trazo a la plu­ma es suave y discontinuo, con intención de plas­mar en el dibujo toda la fluidez del contorno leonardesco. Leonardo era en ese momento el primer pintor de Florencia y aquel a quien la «signoria» de la ciudad había confiado la decoración de la sala del Consejo, en el Palacio Vecchio. Sin em­bargo, en el otoño del 1504, se confió parte de esta decoración -en concreto, la historia de la Batalla de Cascina– a Miguel Ángel, pues había alcanza­do un gran prestigio en la ciudad gracias a su Da­vid en mármol. En un primer momento, Miguel Ángel se decidió a realizar el tema del choque de los ejércitos dándole un tratamiento semejante al que Leonardo da Vinci había imaginado para la Batalla de Anghiari, que muestra un intrincado encadenamiento de hombres y de caballos. Pero más adelante resolvió el tema icono­gráfico de manera muy diferente: la batalla en sí pasa a un segundo plano de la pintura, mientras que el primer plano lo ocupan los soldados floren­tinos, quienes, sorprendidos por los pisanos, se visten a orillas del río a toda prisa. Esta nueva so­lución le permitía sacar el máximo provecho de sus conocimientos anatómicos y exaltar, por me­dio de «extravagantes actitudes» y de «difíciles escorzos» (Vasari), la vitalidad y la belleza del cuer­po humano en movimiento. El cartón de la Batalla de Cascina se destruyó poco tiempo después (1515-1516) y no quedan de él más que algunas copias parciales, de no mucha calidad, y algunos dibujos autógrafos y otros de dudosa atribución.

El motivo del hombre joven y desnudo, predo­minante en el cartón de la Batalla de Cascina, reaparecía de nuevo en el cuadro que muestra a la Sagrada Familia, conocido también como Tondo Doni (Uffizi) y
encargado para conmemorar la boda de Agnolo Doni con Magdalena Strozzi (ce­lebrada entre finales de 1503 y principios de 1504), pero que no fue ejecutado hasta un poco más tarde y donde ya se aprecia una relación con las primeras escenas de la Sixtina. Sin duda, el modelo lejano de esta pintura es, una vez más, el cartón de Leonardo para la Santa Ana, pero, en el tondo de Miguel Ángel, la trabazón de los perso­najes es más estrecha y compleja. Las tres santas personas (la Virgen, el Niño y san José) poseen miembros hercúleos que mueven en un ritmo len­to y envolvente mientras mantienen una conversa­ción íntima, conversación sin palabras, con largas miradas cargadas de significación. El tono anecdó­tico de las Sagradas Familias pintadas hasta en­tonces en Florencia es así sustituido por el carác­ter sagrado y solemne de un rito clásico, al que asisten, con aire distraído, unos jóvenes atletas desnudos. La gama de colores, estridente y metáli­ca, confirma la intención de Miguel Ángel de mar­car una ruptura neta entre la naturaleza contin­gente y el mundo sublime de los personajes sagra­dos: una solución intelectual, inspirada en el mun­do clásico y cedida a la interpretación del mito cristiano, que estaba destinada a constituir un mo­delo ejemplar para toda la pintura del siglo XVI.

· Miguel Ángel en Roma: la capilla Sixtina

Mi­guel Ángel tuvo que interrumpir los trabajos que estaba realizando en Florencia pues, a principios de 1505, el papa Julio II le llamó a Roma. La con­cordia entre estos dos protagonistas del primer cinquecento romano es, de entrada, difícil. Casi  inmediatamente, Miguel Ángel abandona Roma y regresa a Florencia, indignado por las discusiones y objeciones a su proyecto para la tumba del papa. No obstante, la reconciliación llega rápidamente y, el 10 de mayo de 1508, Mi­guel Ángel comienza los trabajos preparatorios de la decoración del fresco de la capilla Sixtina del Vaticano. El proyecto inicial preveía únicamente la recomposi­ción de la antigua bóveda cubierta de estrellas, pero Miguel Ángel recibió posteriormente autori­zación para decorar también las lunetas termina­les de los muros y las cuatro grandes pechinas de los ángulos. La solución defi­nitiva fue mucho más compleja, pues reconsideró la superficie que había de ser pintada, tendiendo a transformarla también desde el punto de vista espacial. Encuadrados por las pi­astras sobresalientes, sobre los doce recuadros que marcan los arcos torales (cinco recuadros en cada muro y uno en cada extremo) que surcan las cua­tro paredes de la sala, se hallan los tronos de los Profetas y las Sibilas. Debajo de ellos se encuen­tran los Ignudi, (desnudos), sentados, que sostie­nen escudos de bronce y ocupan el espacio central de la bóveda. Las pilastras de los dos muros largos laterales se continúan por los arcos transversales que, a su vez, delimitan los espacios ocupados por composiciones rectangulares; en estos rectángulos figuran las Escenas bíblicas, de mayor o menor  tamaño según que se correspondan o no con las sec­ciones donde haya Ignudi. Así, partiendo del altar se suceden la Separación de la luz y las tinieblas, la Creación de los astros, la Separación de las tie­rras y las aguas, la Creación de Adán, el Pecado original, el Sacrificio de Noé, el Diluvio y la Embriaguez de Noé. En las cuatro pechinas de los án­gulos se hallan cuatro episodios relativos a inter­venciones divinas en favor del pueblo de Israel (Muerte de Goliat, Muerte de Holofornes, Castigo de Ammán e Historia de la serpiente de bronce). En los triángulos que quedan entre los tronos y en las lunetas de las paredes están representados los Antepasados de Jesucristo. Después de esto, los espacios que quedaban libres se recubrieron con Ignudi broncíneos. Los atletas sobrehumanos que aparecían en el Tondo Doni se multiplican y se enseñorean de la gran bóveda de la Sixtina, domi­nándola con el ímpetu de su presencia física. Sólo las escenas realizadas en primer lugar conservan un equilibrio de gusto clásico (las de Noé), por el contrario, aquellas que tratan de la historia de los antepasados presentan una raza sobrehumana y colosal que marcha adelante, dominada por un Creador Eterno semejante a un dios fluvial. Los Profetas y las Sibilas tan pronto consultan ansio­samente sus libros y gigantescos pergaminos, como suspenden la lectura, sorprendidos y altera­dos por algún pensamiento repentino, o bien in­tentan retroceder, aterrorizados (como Jonás), ante la revelación divina. En los triángulos de la bóveda y en las lunetas de las paredes se refugian, como entre las nebulosas del limbo, las familias de antepasados, condenados a una vida sombría y melancólica. La gama cromática -que llega a un punto exacerbado, agrio y estridente en las escenas centrales- juega con tonos claros y metálicos, tor­nándose aquí oscura y cambiante, como si estuvie­se iluminada por fulgores fugaces y siniestros.

· El regreso a Florencia y los dibujos para Tommaso Cavalieri

Terminada la anterior obra, Mi­guel Ángel reemprendió los trabajos de la tumba de Julio II y se consagró a diferentes obras escultó­ricas. El nuevo papa, León X, le ordenó que se en­cargara de los trabajos de la fachada de la iglesia de San Lorenzo de Florencia (1516), así como de los sepulcros de los Médicis, para los que se había destinado la nueva sacristía de esa misma iglesia (1520). Más tarde (1523), Mi­guel Ángel se encargó del proyecto de la Biblioteca Laurenciana. Los en­cargos que la familia Médicis le asignaba mantu­vieron a Mi­guel Ángel en Florencia hasta 1534, año en que murió Clemente VII. En esta abundan­cia y predominio de actividades escultóricas y ar­quitectónicas, las menciones de obras de pinturas son muy raras, incluso los dibujos para esculturas se reducen a un pequeño número.

Las hojas más conocidas de estos años son las que realizó para su joven amigo Tommaso Cavalieri, a quien conoció en 1532; se trata de unos dibujos cuidadosamente acabados y que debían servir al joven como mode­los en su aprendizaje de la técnica gráfica. Los te­mas que eligió tienen un carácter alegórico o mi­tológico: Caída de Faetón, el Rapto de Ganímedes, Castigo de Titio, una Bacchanale de putti, un Grupo de arqueros.

El trazo de Mi­guel Ángel se ha vuelto ya más pesado y más denso, y el tipo físico del atleta que había preferido hasta la realización de la Sixtina es reemplazado por figu­ras agigantadas, que preludian el Juicio final.

· El Juicio Final

Ya de vuelta en Roma, Mi­guel Ángel prosigue, a petición del papa Pablo III, un proyecto que sin duda el papa Clemente VII y él ya habían tratado anteriormente: se trata de la decoración de la pared situada tras el altar de la capilla Sixtina. La preparación del muro duró va­rios meses y sólo en la primavera del 1536 pudo Mi­guel Ángel comenzar la obra, a la que dió tér­mino el 18 de noviembre de 1541. No hay ningu­na estructura arquitectónica que determine la dis­posición de las figuras sobre esta inmensa pared: el conjunto y la disgregada composición de los grupos parecen obedecer a leyes ineluctables. Los esqueletos, desenterrados por el son de las trompe­tas angélicas, recuperan su aspecto humano y su­ben lentamente al cielo, impulsados por la fe ab­soluta que los atrae hacia Dios. En las alturas, las hileras de elegidos van apiñándose alrededor de Cristo, juez que, en su gesto, expresa una maldi­ción irremediable. En la parte inferior, a la dere­cha, los condenados son fustigados y arrojados, trágicamente, a la negra barca de Caronte y a la boca abismal del Hades. Los colores son lívidos y uniformes: el pardo de la carne domina y se desta­ca sobre el azul cobalto del fondo. Miguel Angel contempla el Juicio Final como una terrible tem­pestad que se abatiera sobre un pueblo de gigantes y amenazara aniquilarlos.

No es posible separar la crisis religiosa que atormentó a Miguel Ángel -y de la que dan testi­monio no sólo la visión apocalíptica del Juicio sino también su producción literaria- del estrecho lazo que mantuvo con Vittoria Colonna, a la que conoció en 1536 ó 1538 y trató hasta 1547, fecha en que ella murió. Fue para esta mujer para quien Mi­guel Ángel realizó dibujos de tema religioso, de los cuales se han conservado muy pocos ejempla­res. El Cristo vivo en la cruz se ha perdido, aunque podemos conocerlo a través de las copias del Bri­tish Museum y del Castillo de Windsor; en cam­bio, sí que se conserva una sanguina de acabado extremadamente minucioso y que representa a la llamada Virgen del silencio (Londres, col. del du­que de Portland). También para Vittoria Colonna dibujó Mi­guel Ángel un Cristo y la samaritana que podemos conocer actualmente por grabados.

· La capilla Paolina y los últimos dibujos

La de­coración de la capilla de Pablo III en el Vaticano se inserta asimismo en el marco de las nuevas me­ditaciones religiosas de Mi­guel Ángel. La ejecu­ción del primer fresco le ocupó desde julio de 1542 a julio de 1545 (el lema es la Conversión de san Pablo), mientras que el segundo, sobre la Crucifi­xión de san Pedro, le llevó desde marzo de 1546 a principios de 1550. En la Conversión de san Pa­blo, como ocurría en el Juicio, Cristo se muestra en todo su deslumbrante poder, rodeado por una densa nube que forman multitud de hombres des­nudos, atraídos por su persona, mientras que los mortales, abajo, se muestran trastornados por el inesperado suceso. Con respecto al Juicio, Mi­guel Ángel no introduce modificaciones significativas, salvo en colorido, más claro y suave. De gran no­vedad es el estilo que imprime al fresco de la Cru­cifixión de san Pedro. El martirio del príncipe de los apóstoles se despliega en un tempo lento y en una atmósfera de alucinación; la ladera volcánica sobre la que se yergue la cruz, en primer plano, se alza en una perspectiva imposible. La escena pa­rece extenderse hasta más allá de los muros, hacia los lados y hacia abajo, como si los soldados y la gente continuaran avanzando pesadamente, como larvas alimentadas por el miedo. No se ve violen­cia alguna en el suplicio, es tan sólo la consuma­ción de un destino inexorable, establecido desde el principio de los tiempos.

Una vez terminada la decoración de la capilla Paolina, Mi­guel Ángel se consagró casi exclusiva­mente a las obras arquitectónicas de la iglesia de San Pedro, el Capitolio, el palacio Farnesio, la iglesia de San Juan de los Florentinos. Su activi­dad de escultor se redujo a la atormentada medita­ción sobre el tema de la Piedad (se conserva un di­bujo conmovedor en el Ashmolean Museum de Oxford donde se aprecian las variantes que prelu­dian la Piedad Rondanini). Al último período de actividad de Miguel Angel y particularmente, a los años de ferviente devoción vividos bajo el pa­pado de Pablo IV corresponden algunos dibujos de tema sacro; constituyen estos dibujos uno de los testimonios más impresionantes de la inteli­gencia vigilante y la intensa pasión religiosa que alentaron aún en la última parte de la vida del maestro.

El grupo de dibujos con Cristo expulsan­do a los mercaderes del Templo se asemeja al Martirio de san Pe­dro. No teniendo ya que poner su empeño en el minucioso acabado que tanto apreciaba Vittoria Colonna, Mi­guel Ángel se enfrenta a este tema, de un evidente carácter moral, con fogosidad, corri­giendo sus primeras impresiones impacientemen­te, mediante la superposición de trazos originales, trazos nuevos y variaciones. Otro tema sobre el que meditó largamente hacia el final de su vida fue el de Cristo en la cruz entre la Virgen y san Juan, del que persisten numerosos dibujos. Los contornos de los cuerpos se tornan temblorosos e impercep­tibles, confundiéndose con un claroscuro infinita­mente expresivo. Se pueden relacionar con este grupo de dibujos los dos estudios de una Anunciación (British Museum) y el doble estudio de un Cristo despidiéndose de su madre (Cambridge, Fitzwilliam Museum). Sin duda, los últimos dibujos que trazó la mano de Mi­guel Ángel fueron la Anun­ciación del Ashmolean Museum (fechable entre 1556 y 1561) y La Virgen con el Niño del British Museum. Con mano cada vez más vacilante y apesadumbra­da, Mi­guel Ángel, a los ochenta años de edad, evoca unos cuerpos consumidos y extenuados por la atmósfera que les envuelve.

No se conocen otros dibujos figurativos de Mi­guel Ángel posteriores a las últimas hojas mencio­nadas, pero podemos formarnos una idea de lo que debieron ser las postreras imágenes de su fan­tasía si observamos la Piedad Rondanini -obra en la que Miguel Angel trabajó en los últimos días de su vida- y los diseños que trazó para la Puerta Pía, posteriores a 1561, y que ya parecieron «cierta­mente extravagantes y muy bellos» a Vasari.

 

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