La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

Simbología

Gracias a la reciente restauración, ahora pueden observarse con exactitud incluso los colores, y si supone­mos , como es lícito, que estos colores tie­nen el mismo significado que los colores de las pinturas de las paredes que se remontan a la época del papa Sixto IV, descubrimos un contenido asombroso:

La figura que hemos identificado como Lía lleva una ves­tidura verde y una faja violácea alrededor de la cabeza. El verde es el color de la esperanza y de la promesa, y el vio­leta el de la penitencia. Jacob se cubre con una capa ama­rillo dorado. Así como el azul celeste, según la doctrina del Pseudo Hugo de San Víctor sobre el significado de los colores, es el color de la contemplación, el amarillo dora­do es el color del cumplimiento de la promesa o el color azafrán de los ojos de las palomas, en cuyo caso significa el discernimiento espiritual. Ahora bien, la mujer de Jacob mira atentamente la espalda del marido, cubierta por una capa amarillo dorado. A ello corresponde, en el lado dere­cho de la luneta, un manto azul celeste, delineado con unos pocos trazos audaces, colocado sobre los hombros de la mujer más joven de las aquí representadas. Esta mira a su vez hacia el observador, dando la impresión de que sus ojos le siguen en todos sus desplazamientos por la ca­pilla. El observador también se siente atraído por el her­moso manto azul celeste que lleva sobre los hombros, como invitándole a contemplar las cosas celestiales. Recu­rriendo a la interpretación alegórica, Lía personifica la vida activa, mientras que Raquel, por el contrario, repre­senta la visión contemplativa. Ateniéndonos a una lectura todavía más atenta podríamos decir que Lía, personifica­ción de la esperanza y la penitencia, dirige la mirada ha­cia el discernimiento espiritual. Este discernimiento concede su preferencia a la contemplación, al igual que Ja­cob prefirió a Raquel que a Lía. Todos los detalles coinci­den de tal forma con el carácter alegórico de Lía y Raquel, que nos vemos obligados a reconocer en ellas a las esposas de Jacob ubicadas al principio de la secuencia de las gene­raciones, constituyendo la personificación de la vida acti­va y la vida contemplativa. Pero con ello se puede llegar a la conclusión de que por medio de una misma persona se pretende representar a personajes diversos, según los dis­tintos niveles de interpretación.

Un proceso similar, por el que una misma figura se presta a diversos niveles de interpretación, lo hallamos en la Con­cordia de Gioacchino da Fiore, sobre todo a propósito de los posibles niveles interpretativos más profundos, como el que se refiere a la revelación del Dios uno y trino en relación con el concepto de la Iglesia como madre y esposa. Así pues, revelándonos de inmediato uno de sus princi­pios, el abad escribe en las primeras páginas de su obra: «Que, por lo tanto, deben considerarse tres generaciones como un único principio, lo cual se corresponde con el misterio de la santa e indivisa Trinidad».

Gioacchino también está en condiciones de describir minu­ciosamente otros detalles concernientes al José del Antiguo Testamento y a sus dos hijos, de manera que actualmente podemos comprender mejor que en el pasado la luneta de Miguel Ángel que hemos comentado. Al respecto, el capí­tulo decimocuarto del tercer libro de la Concordia se inicia con afirmaciones muy significativas: «Resumamos, por lo tanto, los amplios misterios de los hijos de Jacob. José, que, como ya hemos dicho, indica el Espíritu Santo, bajó a Egip­to. Y en efecto, el Espíritu Santo descendió sobre la Virgen, que pertenecía al pueblo hebreo. En ese mismo país, a José le nació Manasés. Y en efecto, por obra del Espíritu Santo, el Hijo de Dios fue engendrado por la Virgen María y se convirtió en hombre en el Espíritu que da la vida».

En la misma página de la que procede esta última cita, Gioacchino vuelve a tratar este tema pero asocia sus con­ceptos a Lía y a Raquel: «José bajó a Egipto, pues el Espí­ritu Santo descendió efectivamente sobre el pueblo hebreo y habló durante largo tiempo por medio de los profetas. Manasés, su hijo, nació en Egipto, puesto que el hombre Jesucristo [nació] en el pueblo hebraico. Moisés, el siervo del Señor, que también representa a Cristo, salió de Egipto y se fue al desierto, puesto que Cristo, tras ha­ber dejado Judea a sus miembros [los apóstoles], se fue a pueblos paganos. Los cuarenta años que Moisés permane­ció en el desierto designan el tiempo del cumplimiento para los pueblos paganos. Moisés murió en el cuadragé­simo año y fue sustituido por Josué. Y en efecto, para referimos a otro misterio, después de que acabó la cuadra­gésima generación, de la que ahora se trata, esta situación de la Iglesia debe cambiar desde Lía hasta Raquel, desde la elocuencia de la palabra hasta el sentido espiritual, des­de la belleza de las hojas hasta el buen sabor de las manzanas».

Es preciso destacar que la escena de la muerte de Moisés y su sucesión en el cargo por parte de Josué puede observarse en el panel pintado al fresco por Signorelli que se encuentra cerca de la luneta que acabamos de citar. Pero el diseño general, indicado por Gioacchino, que vamos descubriendo poco a poco, ¿no podría en parte haber servido de base para los fres­cos de la época de Sixto IV? Los paralelismos proféticos entre los personajes del Antiguo y del Nuevo Testamento y los acontecimientos relacionados con ellos, presentes en la Concordia, se refieren al periodo de transición entre la sexta y la séptima época previsto por Gioacchino. Esta séptima y última época se distingue por la tranquilidad in­herente a la contemplación. Pero en los frescos de la Capi­lla Sixtina el periodo de transición se asocia claramente a la sucesión de los papas Della Rovere; en otras palabras, lo que no realizó Sixto IV se espera que lo lleve a cabo Julio II.

Por lo tanto, José, según parece indicar Gioacchino, re­presenta al Espíritu Santo, mientras que Manasés, hijo de José, es relacionado con Jesucristo por el autor de la Con­cordia. El abad también presta mucha atención a Efraín y Manasés, hijos de José. Como se cuenta en el Libro del Génesis, José llevó sus hijos a su anciano padre para que los bendijera, y Jacob cruzó los brazos sobre sus nietos, extendiendo la mano derecha sobre la cabeza de Efraín, el más joven, y la izquierda sobre la de Manasés, que era el primogénito (Gn 48, 13s).

Gioacchino ve en este hecho no solamente un gran miste­rio, sino toda una serie de misterios. En efecto, tal como Gioacchino observa, primero se otorgó la Ley y después la Gracia, que en lo tocante a dignidad debe anteponerse a la Ley. Llegados a este punto, ¿no nos viene enseguida a la mente la distribución de los frescos de las dos paredes longitudinales de la capilla pintados durante el papado de Sixto IV? Una de las paredes está dedicada a las histo­rias del Antiguo Testamento, es decir, del tiempo de la Ley, mientras que la otra lo está a las del tiempo de la Gra­cia. Pero sigamos a Gioacchino.

En algunas de las más hermosas y profundas páginas de la Concordia, el autor realiza toda una serie de consideracio­nes teológicas y se detiene a reflexionar respecto al signifi­cado espiritual de los dos hijos de José y la preferencia de Jacob por el más joven. Y así, por ejemplo, Manasés, el hijo mayor, que en el momento de la bendición fue tocado por su abuelo sólo con la mano izquierda, representa a Cristo, «porque quiso permanecer sometido a la Ley, quiso nacer de una mujer, ser bautizado por Juan y servir a los que eran sus subalternos. Y en efecto, se convirtió en criado para librarlos de la esclavitud de la Ley por medio de la Gracia. Efectivamente, nació de una mujer para convertirnos en hijos engendrados por Dios… Él se unió con la carne para que nosotros pudiéramos unirnos espi­ritualmente al Espíritu Santo. Él descendió hasta el suelo para que nosotros pudiéramos elevarnos hasta el cielo… Durante su pasión él se sometió, por decirlo de algún modo, a la mano izquierda del padre, para que nosotros pudiéramos ser salvados por la pasión y tocados por la mano derecha de Dios… En consecuencia, Nuestro Señor se convirtió en lo que fue Manasés entre el pue­blo hebreo, para que Efraín, o sea la Gracia del Espíritu Santo, fuera eficaz, porque sin que la Ley de la carne cayera en el olvido por la muerte del Señor, la Gracia no habría podido reinar en nosotros, ni habría podido obrar en nosotros el fruto de la Justicia y la Ley de la vida». Sólo ahora reconocemos a los dos niños que aparecen a la derecha de la luneta. El que se sienta sobre la rodilla de la figura femenina representa a Manasés, es decir, a Cristo, y la entrega a su hermano del objeto en forma de un pequeño barril representa el don del Espíritu Santo, causa de parentesco divino entre los pueblos paganos.

Para hacer el tema todavía más complejo, Gioacchino da Fiore compara a los dos hijos de José con Jesús y con Juan Bautista. De acuerdo con lo dispuesto por la Ley, el mayor tiene precedencia, pero la Gracia cuenta con una mayor dignidad, y Cristo ya existió antes que su precursor. Los dos niños de la luneta representan, por lo tanto, a Juan Bautista y a Jesús. De acuerdo con este nivel de interpre­tación espiritual, Manasés representa a Juan Bautista y Efraín a Jesús. De la misma forma, en el fresco de Miguel Ángel, Asenat se convierte en María, madre de Jesús, y José, padre de Manasés y Efraín, se convierte en José, pa­dre putativo de Jesús.

En las precedentes interpretaciones del fresco, extrañas al pasaje de la Concordia anteriormente citado, se renuncia a la determinación exacta del significado de aquella espe­cie de pequeño barril, y explican con dificultad el sentido de la representación que Miguel Ángel nos da de la madre María. Pero las ideas de Gioacchino se entrecruzan, si así puede decirse, como los brazos de Jacob en la bendición de los hijos de José. Si de acuerdo con una primera inter­pretación, Manasés, el hijo mayor, representa a Cristo, se­gún una interpretación más profunda, quien lo representa es Efraín, el menor. Por lo tanto, lo que Miguel Ángel pin­tó en esta primera luneta puede considerarse de sutil acuerdo con el programa realizado anteriormente en la Capilla Sixtina.

«¿Podemos encontrar algo más digno en Efraín, el hijo de José?», se pregunta Gioacchino en sus consideraciones, «pues en él reconocemos, más que a la persona del Espíri­tu Santo, al espíritu que se engendra en la mente de los elegidos de acuerdo con la infusión del Espíritu Santo. El mismo Espíritu que ha engendrado el fruto visible en el vientre, engendra donde quiere el fruto invisible de la mente. En efecto, aquel que ha sido capaz de fecundar el vientre de María, también fecunda las almas de sus elegi­dos inspirándoles los dones de la Gracia». Según Gioac­chino, José, el padre de los dos hijos, designa al Espíritu Santo, por lo que poco después cita la Primera Epístola a los Corintios: «Existen diversos carismas, pero el Espíritu es uno solo» (1 Co 12,4).

En el fresco de Miguel Ángel reconocemos la cabeza de José junto a la de su hijo menor. Constituye un intento de representar la fecundación de la mente de los hombres por parte del Espíritu Santo, una fecundación que les con­vierte en hijos de Dios. Gracias a los conceptos latinos em­pleados por Gioacchino, esta fecundación se formula con gran claridad: en efecto, pasa del Spiritus Sanctus a la mens. La gracia de Dios se compara asimismo con la euca­ristía. En la Concordia, el abad dice: «También aquello era la expresión de la gracia de Dios, en la cual el Hijo de Dios, convertido en hombre, nos ha dado su carne como alimento. Pero si al hacer esto falta el amor que, tal como atestigua Pablo, es un fruto del Espíritu, uno toma este ali­mento más para condenarse que para alcanzar su salva­ción eterna». Al leer esto, ¿no dirigimos instintivamente nuestra mirada al fresco de la Ultima Cena pintado por Rosselli en la Capilla Sixtina, donde Judas destaca de una forma tan especial?

A la izquierda de la luneta, refiriéndose al Antiguo Testamento reconocemos al patriarca Jacob junto con Lía, su primera esposa, y su hijo Judá, con quien continúa la descendencia que conduce hasta José, y de él a Jesús. El manto verde de Lía recuerda el manto también verde del Moisés de los frescos realizados en la pared de la capilla dedicada al Antiguo Testamento. El manto amari­llo dorado de Jacob puede relacionarse con el oro de la promesa, el color de la vestimenta de Moisés, o el color azafrán del discernimiento espiritual. En este fresco de Miguel Ángel yo me inclinaría por el último color y por la interpretación relacionada con él. El manto del cabeza de familia todavía cubre el color azul celeste de la con­templación, el cual, sin embargo, resalta plenamente sobre los hombros de Raquel, en la zona neotestamentaria de la luneta. Con José y sus dos hijos, Manasés y Efraín, los personajes y los acontecimientos del Antiguo Testamento ponen plenamente de manifiesto la obra sal­vadora de Dios, que llega a su plenitud con el Nuevo Tes­tamento y se renueva hasta nuestros días. El color cambia en los distintos elementos que constituyen la vestimenta de Raquel, siendo especialmente intenso el espléndido color lapislázuli del manto que vemos sobre sus hombros. Al cubrir sus piernas, este mismo manto adquiere el color violeta de la penitencia, mientras que en su espalda adquiere una tonalidad rosada que alude a la ternura del amor. Entre otras cosas cabe resaltar que en el fresco Raquel está vuelta hacia Jacob. Su brazo izquierdo, con el que se lleva el manto a los hombros, donde resplandece el tejido azul celeste, varía entre el verde y el rojo, entre la esperanza y el amor, como nos dejan ver los colores de la manga de su camisola. Pero alrededor de su seno, la por­ción de su vestimenta que no se halla cubierta por el manto es de un amarillo resplandeciente. Podríamos decir que la fecundación del seno de María por obra del Espí­ritu Santo supuso el presupuesto para el discernimiento espiritual entre lo divino y lo humano. Pero ¿no será el sombrero partido en tres partes una referencia a la Trini­dad del único Dios? Dicha interpretación concede al sombrero toda su importancia, pues si partiéramos de un presupuesto puramente formal sólo veríamos en él un tocado decididamente exótico. ¿Acaso se ha representado en otras ocasiones a María con un peinado tripartido tan original como el que luce la mu­jer que en el fresco se encuentra sentada delante de José?

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