La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

 Simbología de las Tentaciones de Jesús

La interpretación de esta escena del primer plano no es del todo clara y algunos han pensado en un contenido simbólico donde el sacerdote es Moisés, testigo de la antigua ley, según la cual se ha oficiado el sacrificio de sangre, y el joven acólito sería, en cambio, Cristo, portador de la ley evangélica, destinado a redimir a la humanidad con el sacrificio de su propia sangre.

En La misma pintura se representan tres épocas diversas: la era del An­tiguo Testamento, con el templo de Jerusalén y el culto sacrificador previsto por la Ley Mosaica que se perpetuó hasta los tiempos de Jesús; la era coetánea de aquella en la cual se realizó la pintura, y la era que precedió a la cre­ación de todo lo visible.

En primer plano, a la izquierda, dialogan tres personas que se hallan muy juntas y visten preciosos trajes de vivos colores. La figura de la izquierda mira hacia el templo si­tuado en el centro del cuadro; la que está a la derecha lle­va una diadema y una guirnalda y parece querer convencer, con el brazo en alto, a la de la izquierda, que sostiene un objeto alargado, posiblemente un puñal; por último, la figura que se halla entre las dos anteriores, ves­tida de rojo y con una estola dorada que forma una cruz sobre su pecho, apoya el brazo sobre el joven de la dere­cha, pero dirige su mirada hacia el de la izquierda.

Por encima de este grupo, en línea vertical, el pintor co­loca dos veces la figura de Cristo. En la primera, situada inmediatamente encima de los tres, aparece rodeado de ángeles; en la segunda, que se encuentra más arriba, se le representa en el momento de sufrir la primera tentación. En la zona central, directamente detrás del tercero de los hombres que se hallan alrededor del banco, Cristo está de pie, en lo alto de una peana de piedra de tres peldaños, rodeado de ángeles. El peldaño superior de la peana es oc­togonal. Este detalle probablemente pretende afirmar que Cristo es el fundamento: «Nadie puede poner un funda­mento distinto» (1 Co 3, 11). El octágono puede relacio­narse tanto con el templo como con Cristo, pues en el octavo mes del undécimo año del reinado de Salomón se terminó el templo con todos sus detalles (1 R 6, 38). Pero el número ocho es, en especial, el número santo de Cristo, ya que significa la nueva Ley, y a los siete días de la crea­ción le sucede el día de la Resurrección. Arriba a la izquierda, detrás de Cristo y los ángeles, pue­den verse unas piedras toscas del desierto puestas a los pies de Jesús. Son las piedras de las que, según las órdenes impartidas por el tentador, Cristo hubiera debido sacar pan para aplacar su hambre. Estas piedras se encuentran debajo de unos árboles. ¿Acaso son encinas? «La piedra debajo de la encina es Cristo crucificado», reza la Sylva Allegoriarum refiriéndose a un pasaje del libro de Josué (Jos 24, 26). También los ángeles son «piedras o rocas perfectamente unidas…». Se trata «de los ángeles firme­mente consolidados en el bien. Son rocas y hendiduras de rocas… que permanecieron firmemente en su sitio cuando el diablo se precipitó con todos sus ángeles». Los tres peldaños de piedra sobre la que se encuentra Cristo constituyen una referencia numérica simbólica: en la base de toda la creación, y también de la redención lle­vada a cabo por Cristo, siempre se encuentra un proyecto en el que se repite el número tres como impronta de la Trinidad.

La mirada del observador que trascienda el lugar solitario de la tentación se perderá en lo más profundo del fondo y se detendrá en la contemplación de la ciudad de Jerusa­lén y su templo. Detrás de la ciudad se yergue una colina desnuda, ciertamente el Gólgota, lugar donde Jesús fue crucificado. Prosiguiendo más allá, veremos que una esca­lera hecha de bloques de piedra asciende hacia el lugar de la tentación, simbolizando la fatigosa subida del hom­bre en pos de la santidad. En efecto, el hombre, como Cristo en el desierto, sólo después de efectuar esta subida estará en condiciones de resistir las tentaciones del diablo. Pero para conseguirlo necesita una buena dosis de discer­nimiento, pues el diablo, tal como lo ha pintado Botticelli, se oculta bajo el hábito de un piadoso fraile franciscano.

Salomón, como es sabido y demostró en su célebre juicio, tenía gran capacidad de discernimiento. A los pies de la escalera hay dos mujeres jóvenes situadas muy juntas. Una de ellas mira a su compañera o a las tres personas coloca­das en primer plano, a la izquierda, y lleva una vestimen­ta roja. La otra porta una diadema cruciforme enmarcada por perlas y mira hacia el templo que se encuentra en el centro de la pintura. Son las dos mujeres que acudieron a Salomón para presentarle el objeto de su controversia; en sentido alegórico representan la Sinagoga y la Iglesia. Posiblemente, el muchacho vestido de ne­gro que se halla delante de las dos mujeres sea una re­ferencia al hijo del que se habla en la historia del juicio de Salomón, amenazado de muerte y salvado por el amor de la madre verdadera (1 R 3, 27). Sabemos que el hijo de la otra mujer murió aplastado por ella mientras dormía. Al lado de este muchacho vemos a un joven cubierto por una capa verde oscuro decorada con escudos dorados en for­ma de encina. Lo mismo que su compañero, está arrodilla­do delante del altar del holocausto y parece apoyar el brazo en los hombros de una figura de rojo. Una vez más se nos muestran en la pintura los emblemas de la familia Della Rovere, hasta el punto que se convierten en un peso, como las ramas de encina que sostiene en la cabeza la mu­jer a la que hemos considerado una personificación de la Iglesia.

Volvamos a la figura de Cristo, que se halla de pie, junto con algunos ángeles, en la peana de piedra de tres pelda­ños. Es  una escena que no volverá a aparecer en la iconografía cristiana. Representa la revela­ción de la encarnación de Dios a los ángeles, revelación profundamente tratada en la Apocalypsis Nova. Este escrito trata de algunas visiones experimentadas por el beato Ama­deo, y en el segundo raptus -nombre que se da a las visio­nes en esta obra- el arcángel Gabriel cuenta lo que les fue revelado a él y a sus compañeros:

«Dios… nuestro cre­ador… se nos apareció en forma de un… hombre, tal como la asumió más tarde, para probarnos… Después él nos dijo: «Escuchadme, oh ángeles míos… ¿conocéis la forma y la naturaleza con la cual me presento a vosotros?”. Nosotros respondimos: «Nosotros sabemos que tú eres Dios, nues­tro creador; también sabemos que esa figura es la figura del hombre que aún no ha sido creado y nos asombra tan admirable cambio… y no comprendemos qué significa esta aparición”. Entonces Dios dijo: “Así vosotros podéis sa­ber y reconocer lo que yo he decidido y prefijado de un modo firme en mi gran decisión: yo asumiré la naturaleza del hombre, seré hombre, seré concebido en el seno de una mujer y parido por ella”. Y nos abrió nuestra inteli­gencia espiritual para que pudiéramos comprender cuan­to nos decía, pero nosotros no comprendíamos por qué quería hacerlo. Entonces añadió: “Yo seré hombre y el hombre será Dios, y por consiguiente, cuando se convier­ta en Dios también será vuestro señor, vuestro rey y vues­tro soberano y todos estaréis sometidos a su poder. Veneradle y adoradle como a mí mismo, puesto que yo y él seremos una misma persona. Seremos adorados por vosotros en una sola y misma adoración. Y yo pondré por encima de todos vosotros a la mujer, a quien yo he elegi­do como madre. Ella será vuestra reina. Vosotros la honra­réis y serviréis como a madre de Dios y señora vuestra”». Entonces Lucifer rechazó junto con los suyos este pro­yecto de Dios, por ser contrario a toda razón, y contestó: «Yo soy mucho más grande que el hombre, y quiero que el hombre me adore, en lugar de adorarle yo a él». Des­pués de esto hubo una pelea con Miguel, estalló una batalla entre los ángeles y al final los ángeles que no qui­sieron aceptar la voluntad de Dios fueron expulsados.

Ha sido preciso citar todo este pasaje porque la revelación manifestada a los ángeles, que después llevó a la caída de Lucifer y los suyos, no forma parte de la temática habi­tual ni de la iconografía ni de la teología cristianas. Sin embargo, a partir de esta última se comprende por qué el que el diablo comienza a tentar a Jesús diciendo: «Si eres el Hijo de Dios…» (Mt 4, 3), palabras que expresan la hi­pótesis de que Jesús sea Dios convertido en hombre, tal como Dios se lo reveló a los ángeles antes incluso de que el hombre existiera. Esta temática aclara el motivo por el cual, en el fresco de Botticelli, el coloquio de Cristo con los ángeles se halla debajo de la primera tentación; un de­talle que de otra forma no encontraría justificación. A la izquierda de Cristo se encuentra el arcángel Gabriel lle­vando en la mano el lirio con el cual, como aparece en la mayor parte de las ilustraciones, se presentó a María en el acto de la anunciación en Nazaret. Una vez más, y con gran sutileza, se recuerda aquí el tema mariano de la Capi­lla Sixtina.

Pietro Galatino, en De Arcanis Catholicas Veritatis («Las cosas ocultas de la verdad católica»), su única obra impre­sa, acabada en 1518, nos habla de la revelación a los án­geles citando un texto de Rabbi Moisés Hadarsan. En este pasaje, sin embargo, a los ángeles se les imparte la or­den de servir al hombre únicamente después de la crea­ción de Adán, a lo que Satanás y algunos de sus ángeles reaccionan expresando su rechazo a la voluntad de Dios, razón por la que fueron expulsados del cielo por Miguel y los ángeles buenos. Por lo tanto, la revelación a los ánge­les es parte integrante de la tradición hebraica y aparece también, aunque sólo de pasada, en varios lugares de la tradición cristiana, pero en el ya citado pasaje de la Apo­calypsis Nova se nos presenta de manera muy detallada.

Aunque hay fundadas dudas respecto a si ya existía una redacción de la Apocalypsis Nova cuando Botticelli efec­tuó su fresco, subsiste la sospecha de que el visionario a quien se atribuía la obra, de la que tan sólo se habla a principios del siglo XVI, es decir, el beato Amadeo, fuera la única persona capaz de ilustrar y describir al pintor el detalle de la revelación hecha a los ángeles. Como ya hemos dicho, el beato Amadeo era el confesor de Sixto IV, lo que induce a pensar que algunos de los detalles cuaresmales de la pintura de Botticelli pudieran relacionarse con él. Es muy posible que el Papa no aprobara este programa. ¿No parece extraño que en 1482, poco después de terminado el fresco, obtuviera permiso de su penitente, Papa, para tras­ladarse al norte del país con el encargo de visitar los con­ventos lombardos que seguían su reforma? De este viaje no regresó, pues murió en Milán el 10 de agosto de 1482.

La opción, ciertamente insólita, de colocar en primer plano y en el centro el sacrificio purificador de un lepro­so, por delante de las tres tentaciones de Jesús, precisa una explicación que trascienda la pintura. En efecto, el teólogo que elaboró el programa de la Capilla Sixtina pudo encontrar referencias del sacrificio purificador en la Expositio ya citada ante­riormente.

En esta obra hallamos una curiosa referencia a la Trinidad: la madera de cedro nos habla del Padre; el tallo de hisopo, del Hijo, y el tejido de color escarlata, del Espíritu Santo. ¿Acaso Botticelli no nos ofrece, aunque a su manera, las mismas referencias a la Trinidad? Efectivamente, la figura del sumo sacerdote recuerda al Padre; el clérigo joven, al Hijo, y el fuego del altar del sacrificio que arde entre am­bos, al Espíritu Santo.

También Orígenes, en la ya citada homilía, compara la sa­lida del sacerdote del campamento, desde el ámbito sagra­do, para ir al encuentro del leproso curado, con el envío del Hijo por parte del Padre.

¿Pero cuál es la posible explicación histórica del origen de esta singular composición de Botticelli? Probablemente se trata de la reconciliación de los florentinos con el Papa, quien, cuando se descubrió la conjura de los Pazzi y se ahorcó a los conspiradores, impuso a la ciudad de Flo­rencia todo tipo de sanciones eclesiásticas. El Consejo de la ciudad decidió enviar a Roma una delegación oficial en­cargada de obtener la derogación de las sanciones admi­tiendo los errores cometidos e invocando el perdón del Papa. El 3 de diciembre de 1480, primer domingo de Ad­viento, los delegados se presentaron en actitud humilde y sumisa delante del Papa y el colegio cardenalicio, reunidos en el atrio de la basílica de San Pedro; se postraron en el suelo, confesaron las culpas cometidas contra la Iglesia y su jefe supremo y pidieron perdón para ellos y su pue­blo. ¿No vemos representados en el fresco de Botticelli a estos embajadores en el acto de arrodillarse al lado del al­tar del holocausto pidiendo humildemente perdón? En efecto, de esta manera los delegados florentinos se arrodi­llaron ante el Papa y los cardenales en el atrio existente delante de la fachada de la basílica de San Pedro (la anti­gua). Pero Botticelli, en su fresco, da un giro a las acusa­ciones. No son los florentinos, pretende probablemente decirnos, sino el Papa y su familia quienes necesitan puri­ficarse, y en primer lugar las dos personas vestidas de rojo: el cardenal de la familia Della Rovere y el comandante del ejército pontificio. En la composición de Botticelli dan la impresión de ser dos pilastras, en tanto que el tejido rojo, como ya hemos visto, se emplea en los sacrificios de purificación.

En el centro de la pintura se encuentra el templo, hacia el que eleva su mirada el hombre del puñal representado en el rincón izquierdo de la parte baja. La hipótesis de que se trata del hospital del Santo Spirito in Sassia, el mayor edi­ficio erigido en Roma en tiempos de Sixto IV, ha perdido mucha fuerza. El relieve concedido a la construcción en el conjunto de la pintura únicamente puede explicarse si consideramos el edificio como imagen de la Iglesia, de la que Cristo es cúpula y coronación. En una composición similar se hacen entonces bien evidentes la astucia y las pretensiones del diablo: si Cristo se hubiera precipitado, el diablo habría permanecido arriba, como cúpula y coro­nación del edificio. Por este motivo quiere impedir que Cristo, con humilde paciencia, cumpla en sí mismo el plan concebido por el Padre, sin que, por el contrario, median­te esta demostración práctica, ponga a prueba su fuerza divina con ilusoria seguridad.

En la segunda tentación, también es una piedra lo que llama nuestra atención, y precisamente aquella con la que, según la justificación del tentador, el pie de Cristo no pue­de tropezar. En el lenguaje alegórico, tropezar con la pie­dra significa ser culpable con respecto a la Ley. Cristo, el más inocente de todos, ha cargado con la lepra del peca­do; y en efecto, al ser elevado en el Gòlgota, se ha con­vertido en la cúpula del edificio espiritual de la Iglesia, y para que los miembros de esta Iglesia puedan engarzarse como piedras vivas en el edificio, se les prepara el sacrifi­cio de purificación, siendo esto lo que pretende expresar el fresco de Botticelli.

De esta manera, el Antiguo Testamento se contrapone al Nuevo, la Iglesia a la Sinagoga, el templo de Jerusalén (en el fondo, a la izquierda) al templo de la Iglesia (en el cen­tro). La personificación de la Sinagoga lleva las gallinas en un recipiente de barro, la de la Iglesia porta el haz de ramas de encina, mientras que el sumo sacerdote entrega al levita vestido de blanco no la vasija de barro prescrita, sino una jofaina de metal, la misma que se emplea en el bautismo. Para efectuar el rito no se ofrece en sacrificio una gallina ni se emplea su sangre, sino la «sangre» del racimo de uvas que lleva en sus brazos un niño desnudo situado a los pies de la Iglesia, caracterizada por una mu­jer encinta. Pero este niño se ve amenazado por una ser­piente, es decir, por el diablo que quiere inducirle al pecado.

Al lado de la figura de Girolamo Riario, que lleva un cetro en la mano, vemos a un clérigo vestido de color violeta que de forma poco amable llama la atención de un miem­bro de la familia papal respecto al sacrificio purificador. Sabemos que el violeta es el color litúrgico de los tiempos de Adviento y Cuaresma, y también sabemos que en el primer domingo de Cuaresma se lee el Evangelio de las tentaciones de Jesucristo. Por lo tanto, el fresco ilustra una predicación cuaresmal dirigida a la corte del Papa.

· Relación con el fresco de la Tentación de Moisés, de Botticelli

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