Simbilismo de La Creación del Sol, la Luna y las plantas
El muchacho desnudo que asoma por detrás del costado derecho de Dios, y que toca con su cabeza el disco solar, sólo puede simbolizar al Hijo de Dios, el sol iustitiae (MI Vulg 4, 2). La segunda figura, situada entre Dios Padre y el Hijo, parece una mujer y puede interpretarse como la tercera persona de la Trinidad, el Espíritu Santo, tanto más comprensible si se tiene en cuenta que en hebreo el Espíritu de Dios es del género femenino. Tal como Miguel Ángel la ha pintado, esta tercera persona procede claramente de las otras dos, del Padre y del Hijo.
El Hijo mira hacia el Padre, y no hace nada que el Padre no haga, como dice Cristo en el Evangelio (Jn 5, 19), mientras que el Espíritu escruta las profundidades de Dios (1 Co 2, 10). Esta tercera figura, que se hace sombra en los ojos con el brazo, mira profundidades inescrutables, y nos trae a la memoria el pasaje de la epístola paulina anteriormente citada.
De género muy distinto son los dos niños que se encuentran debajo del brazo derecho del Padre. El que está más cerca de la luna se envuelve en una tela gris azulada, que le cubre incluso las orejas. Le acompaña una segunda figura que mira al cielo y de la que tan sólo puede verse el rostro. Difícilmente hallaremos una explicación a la presencia de estos niños si no los asociamos con los otros dos que se encuentran debajo del brazo derecho de Dios y con los que forman un cuarteto. Como ya se ha visto a propósito de las pinturas concernientes a los antepasados de Jesús, tanto en Gioacchino da Fiore como en el Miguel Ángel de la Sixtina, una misma figura puede simbolizar a personas diversas según los sistemas de relación.
La creación de los astros diurno y nocturno permite señalar el paso del tiempo. En este pasaje, las Escrituras no sólo se refieren al día y la noche, sino que, como ocurre siempre al final de cada día de la creación, se dice: «y vino la noche y vino la mañana…» (Gn 1,19). Así pues, las cuatro figuras de muchachos que rodean al Dios Creador constituyen, de izquierda a derecha, las personificaciones de la mañana, el mediodía, la tarde y la noche. El primero en nacer de Dios es la mañana; el mediodía se protege los ojos de la luz deslumbrante del sol con la mano; la tarde, dirigiendo su mirada al cielo, se inclina hacia la noche, que, friolera, se envuelve en un manto gris. Es muy posible que Miguel Ángel conociera los contenidos temáticos que después desarrollaría de una forma inimitable al esculpir las tumbas de los Médicis, precisamente en el momento en que se disponía a representar el cuarto día de la creación. De todas maneras, nada nos impide suponer que un teólogo pontificio participara en la concepción del fresco.
Podemos albergar dudas respecto a si dicho asesor estuvo o no de acuerdo con la audacia que suponía presentar de espaldas al Dios Creador en la escena de la creación de las plantas. En este detalle se aprecia bien la fantasía creadora de Miguel Ángel. El artista se sintió inclinado hacia este tipo de representación después de haber leído un pasaje del Libro del Éxodo en el que Dios le dice a Moisés, quien quiere ver su rostro: «Tú no podrás ver mi rostro. Ningún hombre que me vea puede seguir vivo… cuando mi Gloria pase por delante de ti, te colocaré en la cavidad de la roca y te cubriré con mi diestra hasta que acabe de pasar. Después quitaré la mano y tú verás mi espalda» (Ex 33, 20-23). El texto latino de la Vulgata dice literalmente: «tú verás mi parte trasera», refiriéndose a la espalda del cuerpo humano. Y así fue cómo Miguel Ángel representó plásticamente la figura de Dios en el acto de crear las plantas en el cuarto día.
En la interpretación alegórica de las Escrituras, tal como se explica en el decimotercer libro de las Confesiones de Agustín, las plantas se identifican con las buenas obras. Lo mismo puede decirse del sol, la luna y el firmamento, mientras que, siguiendo siempre el mismo libro de Agustín, el conjunto de la bóveda celeste simboliza las Sagradas Escrituras. El sol representa el sermo sapien- tiae, la palabra que indaga las verdades eternas, en tanto que la luna simboliza el sermo scientiae, la palabra relacionada con las cosas sensibles.
Tanto el sol como la luna fueron interpretados alegóricamente de muchas otras maneras. Así, por ejemplo, el sol encarna a Cristo, y la luna, a la Iglesia. En un sermón que en 1512 Egidio de Viterbo dio en la iglesia romana de Santa María del Popolo ante los legados imperiales, comparó el poder secular del emperador Maximiliano con la luna y el poder espiritual del papa Julio II con el sol. Su habilidad diplomática le permitió referirse a las dos principales luminarias creadas por Dios en el cielo durante el cuarto día de la creación sin relacionar expresamente la figura de la luna y la del emperador.