Simbología Apóstoles y Discípulos
La formidable figura, fuertemente iluminada, que avanza con brío sobre su pierna izquierda a la derecha de Cristo, los brazos bajos y la cabeza vuelta hacia Él en ángulo agudo, con los ojos y la boca abiertos y sobrecogidos, ha sido identificada con San Juan Bautista por los dos biógrafos de Miguel Ángel, Ascanio Condivi (1525-1574) y Giorgio Vasari. La túnica de pelo de camello, que ciñe con ambas manos como para acentuar su ascetismo, simboliza tradicionalmente su vida de penitencia en el desierto. Es más, el Bautista aparecía casi siempre en las escenas de Juicio Final a la izquierda de Cristo, haciendo pareja con la Virgen, que se sitúa a la derecha. Como último profeta, precursor de Cristo y primer santo cristiano, encarna el momento crucial de la transición del Judaísmo al Cristianismo, del Viejo al Nuevo Testamento; representa también la predicación y es modelo de penitencia por antonomasia, el que administró el bautismo a las multitudes y al propio Cristo. Sin embargo, Miguel Ángel fue el primero que lo situó a la diestra de Cristo y lo representó tan grande incluso como Él.
Las razones de Miguel Ángel para este énfasis sin precedente a propósito de Juan se aclaran con una atenta observación de las actitudes de las figuras que lo rodean y las relaciones formales que se establecen entre ellas. A la izquierda del Bautista vemos a una figura masculina desnuda de espaldas, que se yergue apoyando todo su peso en la pierna izquierda mientras retrasa la derecha y vuelve la cabeza hacia su izquierda; una postura casi idéntica a la de Juan si la viéramos de espaldas excepto en la posición de los brazos. Esta figura encara a la mujer vestida de verde con velo blanco que está frente a él, y sostiene lo que parece una cruz en forma de X, atributo tradicional del apóstol San Andrés, el hermano de Pedro. No obstante, como en el caso de “Dimas”, más allá de toda identidad histórica que pudiera establecerse, ésta evoca la figura de Cristo imitando su sacrificio. El paralelismo formal e iconográfico entre su brazo derecho, que se dobla sosteniendo la cruz sacrificial y apuntando con el dedo hacia Cristo, y el brazo izquierdo de Éste, que se dobla apuntando a la herida de su costado, realza esa relación entre ambos. Ambos -San Juan Bautista y San Andrés- evocan los sacramentos esenciales para la salvación: Bautismo, Penitencia y Eucaristía.
Más aún, la mujer hacia la que este sustituto de Cristo alarga el brazo izquierdo guarda un asombroso parecido con la Virgen. Al igual que María, esta mujer aparece totalmente vestida, y el verde de sus ropas hace juego con el muestrario de verdes que se ve detrás de la cadera derecha de la Virgen; también se cubre la cabeza, que se vuelve a su derecha, con un velo blanco, cruza los brazos sobre el busto, se lleva el índice izquierdo a la mejilla y gira e inclina los hombros hacia abajo. Estos paralelismos aclaran las razones por las que esta figura, que hace las veces de la Virgen María, dirige su mirada hacia el grupo de “Ecclesia”. A la vez que todo ello, el personaje que se encuentra a su derecha, con sus musculosos brazos desnudos y vestido con una toca en la que se mezclan el rojo intenso y el azul, le apoya un brazo en el hombro y dirige la atención de la mujer hacia San Juan Bautista.
Un joven desnudo con un pañuelo blanco en la cabeza, situado un poco por detrás de Juan, reclama a su vez la atención de éste hacia “Ecclesia”; su mirada sigue a la del Bautista, fija en Cristo, pero se inclina hacia delante y hacia la derecha, basculando sobre su pierna de apoyo como para asir mejor el brazo de Juan y llevarlo al encuentro de “Ecclesia”, hacia la que dirige su gesto. La cabeza barbada entre los hombros de Juan y del joven, que luce un gorro dorado que más bien parece el tradicional camauro papal y guarda una estrecha semejanza con Pablo III, el cliente de Miguel Ángel, bien podría acentuar esta referencia a la Iglesia.
La intensa ola de penitencia que siguió al Saco de Roma pesó con seguridad sobre Miguel Ángel a la hora de representar a San Juan Bautista como un asceta con cilicio y a una escala y en una ubicación que no tienen precedente. Los vínculos formales con “Ecclesia”, Cristo, la Virgen y sus sustitutos avalan asimismo que este Bautista penitente debe entenderse en un contexto eclesiástico y sacramental. En este caso podría ser símbolo del Bautismo, que limpia el alma del pecado original por medio de la gracia divina, y la Penitencia, que limpia los pecados individuales por medio de la confesión, el arrepentimiento y la oración. El acompañante de Juan que lleva la cruz simbolizaría la Eucaristía, y a la vez recordaría a los fieles que es el sacrificio de Cristo lo que hace eficaz al Bautismo. La ortodoxia católica consideraba estos tres sacramentos -Bautismo, Penitencia y Eucaristía- esenciales para la salvación, con lo que Miguel Ángel rechazaba así las creencias contemporáneas de los reformadores protestantes y de algunos católicos acerca de la salvación a través del Bautismo y la fe por sí solos.
Por último, el mosaico de Torcello, donde Adán y Eva se arrodillan cada uno a un lado del trono preparado para Cristo, permite suponer que el anciano con barba vestido de rojo y arrodillado detrás de Juan representa probablemente a Adán, mientras que la figura correspondiente vestida de verde que se arrodilla detrás de San Pedro es Eva. Si así fuera, Adán, el primer hombre de la era ante legem, y el Bautista, puente entre las eras sub lege y sub gratia, figurarían con toda propiedad cerca de Cristo, que conduce al tiempo y la historia hasta su fin.
San Pedro, con las llaves y su característica barba corta, se yergue a la izquierda de Cristo, más grande aún que Él en tamaño, semidesnudo y extraordinariamente enérgico. Su enorme peso cae sobre la pierna derecha, mientras la izquierda se retrasa para equilibrar el brusco avance de la cabeza y la parte superior del torso hacia Cristo. Con mirada penetrante, le alarga las llaves de oro y plata, como devolviéndole decidido los símbolos de poder que el propio Cristo le confió (Mateo 16, 18-19). La figura de rojo que se sitúa detrás de él -casi con toda seguridad San Pablo, con su habitual barba larga-, retrocede ante la imponente majestad de Cristo con una expresión confusa de miedo y sorpresa, alzando las manos y los hombros en un acto reflejo de autodefensa, y realza por contraste la franqueza de Pedro (otros autores ven en esta figura la representación de San Andrés, hermano de Pedro). Como cofundadores de la Iglesia, San Pedro y San Pablo aparecen casi siempre en las escenas de Juicio Final emparejados a ambos lados de Cristo, resultando habitualmente Pedro -aunque no siempre- favorecido en la diestra. Sin embargo aquí, la insólita “devolución” de las llaves por parte de Pedro y el desplazamiento -del que tampoco hay precedentes- de uno de los fundadores de la Iglesia hacia la izquierda de Cristo por San Juan Bautista implican que, en el final de los tiempos, la Iglesia Militante desempeñará un papel menos importante que el bagaje personal para la salvación. Por supuesto, el joven rubio enfrente de Pedro alude a esto mismo.
Al igual que Pedro, el joven mira fijamente a Cristo, y su audacia queda realzada por las dos almas embozadas detrás de él, una de las cuales se encoge protegiéndose con las manos a manera de escudo mientras la otra se tapa la boca con una mano, avergonzándose con los ojos muy abiertos por la incredulidad y el asombro ante la presencia de Cristo. Uno incluso podría pensar que el joven del pelo ondulado estuviera hablando a Cristo -tiene la boca abierta, al fin y al cabo-, puesto que alza su mano derecha en directa interpelación, con un gesto que no llega a ser una ofensa con el puño cerrado o la mano abierta apenas por la ligera curvatura de los dedos y la tendencia hacia atrás del antebrazo. Sin embargo, al mismo tiempo, el joven extiende la mano izquierda con la palma hacia arriba, como en ofrenda; lo que aparentemente ofrece, quizá con cierta socarronería, son los méritos alcanzados por su participación en el sacrificio de la Eucaristía, por la oración y la penitencia.
El joven que se arrodilla frente a Pedro personifica las buenas obras, esto es, oración, contrición y devoción eucarística. Miguel Ángel detalla visualmente la naturaleza de esa ofrenda. En primer lugar, coloca al joven en genuflexión, como adorando al Santísimo Sacramento, aunque ahora ante el verdadero cuerpo místico de Cristo; el ánima de manto dorado que se sitúa frente a él y que dirige su mirada hacia “Ecclesia”, al otro lado, representa su fe y su hábito de oración; y San Bartolomé, justo debajo de su mano oferente, personifica su penitencia y sacrificio, conexión esta última que Miguel Ángel explícita en la estrecha correspondencia formal de sus cuerpos respectivos: de hecho, si San Bartolomé girara ligeramente hacia Cristo y traspusiera sus piernas, su pose y su gesto se harían eco de las de nuestro joven interpelador, oferente y genuflexo.
A los pies de Cristo, Miguel Ángel emparejó a San Lorenzo con la parrilla y a San Bartolomé con el cuchillo y la piel desollada. Ambos elevan la mirada hacia Cristo y se inclinan hacia atrás, alejándose del centro y configurando una dinámica V que colabora, estéticamente hablando, a la ascensión de los elegidos. Incluso, como ha apuntado algún crítico, la parrilla de San Lorenzo no sólo roza el pie de la Virgen, sino que, al carecer de las habituales patas, se asemeja a una escalera. Como receptáculo de la Encamación y personificación de la Iglesia, a la Virgen se la califica a menudo como scala del paradiso, por la que el Espíritu Santo desciende a la tierra para encarnarse y las almas de los creyentes podrían ascender a la gloria. Esta iconografía le era familiar a Miguel Ángel, como muestra su relieve en mármol de la Madonna della Scala (c.1491), conservado en la Casa Buonarroti. Según las doctrinas del valor de la plegaria y su poder de intercesión, los dos mártires serían también un camino hacia la salvación para los fieles por su modélica virtud y proximidad a Cristo.
San Lorenzo y San Bartolomé colaboran también, tanto en un sentido visual como teológico, al descenso de los condenados; ambos se echan hacia atrás e indican con un gesto hacia ellos. Desde un punto de vista teológico, forman parte de aquellos que “cayeron por la palabra de Dios”, y eso los habilita para reclamar a Cristo ‘juicio y venganza” por su sangre (Apocalipsis, 6: 9-10). El ánima envuelta en ropajes dorados detrás de San Lorenzo, mirando hacia Minos desde lo alto de la parrilla, representa esa llamada.
San Esteban, el primero de los mártires cristianos, solía aparecer debajo de Cristo como uno de los bienaventurados, y Cavallini lo emparejó con San Lorenzo, santo patrón de la ciudad, en su Juicio Final de Roma. Sin embargo, Miguel Ángel fue el primero en reunir a San Lorenzo y San Bartolomé representándolos además de manera tan destacada. ¿Cuál fue la razón?
Al igual que el vecino grupo de mártires, ambos enfatizan la importancia de las buenas obras de cara a la salvación, y la ofrenda final de la propia vida a imitación del sacrificio redentor de Cristo no era sino la obra que en más alta estima pudiera tenerse. Puesto que los mártires gozan de un rango superior respecto a los demás santos, todo altar consagrado debía contener alguna de sus reliquias, tal como decretó en 1215 el Concilio Laterano IV. Además, las fiestas de San Lorenzo y San Bartolomé -el 9 y el 24 de agosto respectivamente- escoltan a la de la Asunción de la Virgen del 15 de agosto, advocación a la que la Capilla Sixtina estaba dedicada. Pero seguramente, la razón más importante para la elección de estos dos santos fue que ambos perdieron su carne en el curso de su martirio, quemado uno y desollado el otro. Sus muertes reforzaban la creencia de que, a despecho de cualquier mutilación o desmembramiento, el alma resucitada encarnaría de nuevo con las marcas intactas de su cuerpo físico e individual.
A pesar de que existen sutiles indicios de que sus contemporáneos pudieran haberlo advertido, hasta 1925 no se reconoció en letra impresa la faz completamente afeitada que aparece en la piel desollada de San Bartolomé como el autorretrato de Miguel Ángel, sugerencia que ha encontrado una aceptación casi universal. El parecido con los muchos retratos conocidos del artista es ciertamente notable, aunque Miguel Ángel juega con el doble sentido del verbo pelare (“afeitar”, pero también “desollar”), en tanto que él, como San Bartolomé, llevaba barba.
Esta nota de ingenio no desdice, sin embargo, de la seriedad de la intención de Miguel Ángel. El que se represente a sí mismo entre los elegidos en el Juicio Final como la única alma desollada y no encarnada de todo el fresco parece evocar a su desilusión con su cuerpo ya envejecido y a su convicción de que no era digno de la presencia de Dios, ideas que el artista expresó en algunos de sus poemas. Al mismo tiempo, Bartolomé actúa como intercesor de Miguel Ángel, abogando ante Cristo por su salvación, lo que expresa a su vez la esperanza mostrada en otros poemas de que podría abandonar su “prisión terrenal” y regenerarse para la eternidad. El retrato funciona también como firma, e implica que Miguel Ángel deseaba efectivamente presentar el propio fresco como argumento en favor de su salvación, ofreciendo, temeroso y humilde, como una buena obra el enorme sacrificio físico e intelectual que le supuso concebir y ejecutar semejante himno a la gloria de Cristo.
La comparación entre San Juan Bautista y el tipo lisipiano habitual de Hércules muestra, como se ha dicho a menudo, que el canon de las principales figuras del Juicio Final procede de los desnudos clásicos más desmesurados, aquellos de mayor escala, miembros más gruesos, hombros más anchos, músculos más poderosos y, en definitiva, de rasgos más intensos. Miguel Ángel utilizó este canon helenístico incluso en la figura de Cristo, aunque lo representara mucho más dinámico, más garboso y dueño de sí que ninguna imagen clásica y, por supuesto, que ninguna otra figura del fresco.
Sólo Cristo está envuelto, como muestra hasta el más mínimo detalle de su anatomía, en una acción que literalmente conmueve a todo el mundo. Sólo Él se mueve con equilibrada y armónica delicadeza por su propia voluntad, ajeno al efecto de fuerzas exteriores. Sólo Él permanece impasible ante las emociones, independiente de otras mentes.