La Capilla Sixtina

«Santuario de la teología del cuerpo humano» (Juan Pablo II)

Simbolismo de la Cueva de los demonios

Juicio FInal Puerta del Infierno 07A la izquierda de la barca de Caronte, en el centro del margen inferior de la pintura, el artista pone ante los ojos del espectador los antros ardientes desde donde le miran unas caras diabólicas y donde uno de los condenados se sumerge completamente desnudo y de espaldas en el mar de fuego. Miguel Ángel dedica esta mirada directa al infierno al cardenal que oficia la santa misa en el altar de la capilla.

El infierno sirve de fondo al crucifijo del altar, al que no suele prestarse atención a pesar de ser de muy buena calidad y pertenecer a la misma época que los frescos de la capilla efectuados durante el pontificado del papa Sixto IV. Es probable que su autor fuera algún maestro florentino, podría ser una obra tardía del gran Donatello, que aún seguía trabajando en aquella época.

Resulta particularmente significativo el hecho de que Miguel Ángel quisiera establecer una relación entre el crucifijo del altar y la mirada al infierno. Sólo en la experiencia de la pasión que Jesús sufrió en la cruz y que le llevó hasta la noche del abandono de Dios, se puede sondear y vencer el infierno tras haber pasado a través del pavor.

La misa, que solía celebrarse en el altar original (el presente data del siglo XVIII), actualizaba el sacrificio redentor de Cristo y suponía una mediación entre la terrenal Iglesia Militante y la celestial Iglesia Triunfante. El Cristo resucitado en lo alto, con los estigmas de la Crucifixión, resulta así un contrapeso adecuado del altar, situado en la parte inferior del eje central. Sin embargo, nunca antes se había yuxtapuesto el rito de la Eucaristía a una representación tan vigorosa del Juicio Final en pleno desarrollo; ni tampoco se había situado nunca la boca del Infierno a la misma altura de la Hostia y de la mirada del celebrante durante la Consagración. A tono con el ambiente de la época, esta nueva relación entre arte y liturgia ponía en escena no sólo la inmediatez del pecado, sino la inminencia de la muerte, la urgencia de la Eucaristía y la omnipotencia de Cristo.

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