El Infierno
“Y os digo que muchos… se pondrán a la mesa… en el Reino de los Cielos, mientras que los hijos del Reino serán echados a las tinieblas de fuera; allí será el llanto y el rechinar de dientes.”
Mt 8, 11-12
Carón, demonio que al mirar abrasa, llamándolos a todos recogía; da con el remo a aquel que se retrasa. Así se alejan sobre la onda bruna y en el lado de allá no se han bajado sin que acá nuevo grupo se reúna.
(Dante, Infierno III, 109-120)
Minos horriblemente allí gruñía: examina las culpas a la entrada y juzga y manda al tiempo que se lía… tantas veces al cuerpo el rabo envuelve cual grados bajará por su mandato.
(Dante, Infierno V, 4-12)
La escena del Infierno es violenta y dramática, como corresponde a este tema. La barca de Caronte, el mítico transportador de las almas hacia Infierno, está situada en el centro, y, a golpes de remo, vacía su barca, de donde los pecadores se bajan a una orilla llena de demonios, chocando espantosamente, en un grupo de confusión desesperada. El Infierno de la Divina Comedia de Dante ha sido considerado muchas veces la fuente de inspiración para esta parte del fresco; en ella, de hecho, se habla de Caronte y de Minos, ambos representados en el fresco. Aquí, los diablos son más monstruosos que en la parte superior; tienen garras, colmillos y orejas puntiagudas, mientras uno de ellos, situado debajo de la barca de Caronte, tiene incluso un gran par de alas. Del suelo salen las llamas del Fuego eterno. En el ángulo, de pie, se halla la figura del rey Minos, juez del Infierno.
El conjunto lúgubre y gris de los condenados, tan sólo iluminado por las llamas ávidas del Infierno, se divide también en dos subgrupos, uno en torno a Caronte y el otro en torno a Minos, dos personajes míticos tomados del Infierno de Dante, por cuya obra Miguel Ángel sentía devoción hasta el punto, según sus contemporáneos, de saberla casi de memoria. Como Signorelli, que también incluyó a ambas figuras en la Capilla de San Brizio en Orvieto, Miguel Ángel reclamaba con estas referencias el status social e intelectual propio de quien practicaba las artes liberales y, a la vez, reivindicaba para sí mismo la imaginación poética de Dante y la estatura épica de la Divina Comedia para su Juicio Final. La estrechez de miras de los celotas contrarreformistas -como Gilio da Fabriano, que escribió una virulenta crítica del Juicio Final en 1564- consideraba, sin embargo, que la inclusión de figuras paganas y referencias ajenas a la Biblia era un ultraje al arte cristiano. Su presencia en una de las capillas más importantes de la Cristiandad no hacía sino aguzar el sentido del decoro en sus críticos.
El drama se abre con el arribo de la barca alada de Caronte a la orilla del Infierno, con la nota patética añadida de la inexorable fatalidad expresa en la separación entre el bote y la orilla izquierda, donde resucitan los bienaventurados. Un Caronte que parece un demente, con su cara de gato de una palidez gris verdosa, apoya un monstruoso pie derecho en la borda, bascula sobre la pierna izquierda y, agarrando el remo con ambas manos, amenaza con apalear a los condenados. Éstos, previniendo el golpe -y en contraste con la pasividad de los condenados que se encuentran justo encima-, se apiñan en forma de bola escorando el esquife, si bien lo que cabría esperar ante la inminente batida del remo es que se movieran en la dirección contraria.
Pero es el terror y no la lógica lo que mueve a esta masa, y Miguel Ángel, por su-puesto, ha individualizado a muchos de ellos en distintos estados de tormento mental, Uno levanta ansioso la mano derecha para protegerse del golpe; otro se agacha y en sus ojos fuera de las órbitas se reconoce la amenaza del horror, mientras se lleva las manos a la cara como negándose a hacerse cargo de la verdad; otro más se golpea con los puños la cabeza envuelta en el sudario con tardíos remordimientos por sus pecados; y aún otro -sentado precariamente a horcajadas sobre la borda del bote, por delante del ala- prueba el agua con los dedos del pie derecho y vacila trémulo entre aferrarse al bote con sus compañeros o desembarcar, afrontando audaz su destino.
La energía contenida del grupo de Caronte se libera en dirección a Minos a partir del punto en el que un ánima en apariencia inconsciente es empujada sobre la borda; un diablo arrodillado que le mordisquea las pantorrillas la arrastra a tierra por los pies. A la derecha, otra figura colosal y musculosa intenta desesperada zafar su cuello del garfio con el que un demonio con una suerte de cresta intenta arrancarla del bote por la cabeza; mientras tanto, un compañero flexiona las piernas y lucha en vano por permanecer en el bote. Más a la derecha, un trío de desnudos impasibles que forma una V asoma la cabeza fuera de la embarcación mientras una pareja de demonios ayuda a la gravedad tirando con todas sus fuerzas de un garfio; su víctima, forzada por el tirón, adopta una postura poco airosa, cerrándose sobre sí mismo como una navaja, que enseguida lo llevará a caer de bruces sobre un diablo que lo espera ansioso, tumbado en la orilla con los brazos abiertos. Su compañero de la izquierda se deja caer, con una mueca de dolorosa resignación, ejecutando un torpe salto de cisne. Por último, el tercero a la derecha se inclina iniciando una voltereta desganada, y su caída se completa visualmente por el ánima al que un demonio situado detrás de ella parece que va a arrancarle el cuello con su garfio para sacarlo de cabeza por la proa del bote. A pesar de que casi podemos oír el grito de desesperación del ánima envuelta en un sudario gris que se sitúa encima de las tres anteriores, casi todas estas figuras parecen relativamente ajenas a toda emoción o pensamiento, como a merced de fuerzas demoníacas que escapan a su control. Por contra, los vicios que caen justo encima de ellos luchan denodadamente con su destino.
En la orilla del Infierno, monstruosos demonios con los cráneos carcomidos y lascivia en sus miradas se retuercen en un crescendo de poses, desde los que están tumbados en el suelo a los que se arrodillan o están de pie, que conduce hasta la figura de Minos. Estos infortunados sicarios magnifican su perverso poder, equilibran a los ángeles llenos de gracia que derrotan a los vicios y amplifican la gloria de Cristo; sin embargo, los ángeles ejecutan la voluntad de Cristo sin valerse de apoyos espirituales en el cielo, mientras el poder de los demonios queda circunscrito a la gravedad terrestre, creada por voluntad divina y sujeta a ella.
El Príncipe del Hades se identifica tradicionalmente con Minos, al que se refiere la descripción del Infierno de Dante como juez del inframundo que indica con el número de vueltas de su cola serpentiforme el círculo del Infierno asignado a cada alma. La serpiente que se enrosca alrededor del monstruo macizo, muscular y desgarbado de Miguel Ángel no forma parte de su anatomía, aunque podemos igualmente entenderlo como el equivalente bíblico de Minos, es decir, Satán o El Diablo, soberbio cabecilla de los ángeles caídos que intentaron derrocar a Cristo. En comparación con la majestad, omnisciencia y omnipotencia de Cristo, Minos/Satán parece, sin embargo, de una pequeñez patética, con sus orejas de asno y su expresión de estupor que revelan ignorancia y pereza. Mientras Cristo ofrece consuelo, él, con el colmillo asomando bajo el labio superior brutalmente contraído, no desprende sino desprecio y desdén; sus mamas caídas por encima de la serpiente que se enrosca en su pecho, tan estériles como antinaturales, no son sino triste remedo de la fecundidad de Cristo. Pero, de manera aun más dramática, en lugar del amor de Cristo por la humanidad, expresado en la fuerza de atracción que nace de sus manos, Satán, engolfado en su propia satisfacción sexual, sujeta con su diestra a una serpiente acariciante que le practica una venenosa felación.
Pero no se queda ahí la historia. En respuesta al gesto ávido del demonio con cabeza en forma de coliflor situado tras él hacia la barca cargada de almas condenadas, Satán apunta con su mano izquierda retrasada hacia las llamas del Infierno, destino último de aquéllos. Con este gesto, acorde al movimiento general hacia abajo de toda la mitad derecha del fresco, la encarnación del mal total y absoluto se traiciona y pone en evidencia que también él está sujeto a la previa determinación de la voluntad divina, que mueve y controla todo el drama.
El grupo concentrado de figuras hacia la popa del bote frente al otro expansivo de la proa sugiere un contraste entre la experiencia psíquica y la física de los tormentos del Infierno, entre quienes están atrapados en el pecado de forma voluntaria e involuntaria. El grupo de condenados en su conjunto constituye la contrapartida negativa de las almas resucitadas del lado opuesto, donde, como ya hemos visto, un grupo se salva por mediación de la gracia divina mientras otro colabora, además, activamente con ella en su salvación.