Simbología de la Sibila Délfica
Fue la primera sibila pintada por Miguel Ángel y también la más famosa, la del oráculo de Delfos. Délfica está acompañada por una muchacha pintada exactamente entre las dos trompas de los gajos sobre las lunetas de las ventanas. La sibila dominante, situada encima de la muchacha desnuda, debe relacionarse con dos de los grandes frescos del siglo XV, a saber, la Entrega de las llaves de Perugino -o, si se prefiere, la Construcción de la Iglesia con piedras vivas, y la Última Cena de Cosimo Rosselli, con sus tres escorzos en perspectiva sobre las escenas de la Pasión. Posiblemente debido a esta relación con los frescos de la Pasión que hay debajo, la cabeza de la sibila Délfica recuerda a la escultura más significativa de Miguel Ángel, el rostro de la Virgen de la Piedad.
Los dos muchachos de las semipilastras situadas a ambos lados de la sibila encarnan a dos atlantes, de pie uno al lado del otro, que sostienen con los brazos la cornisa rota que grava pesadamente sobre las semipilastras adosadas a la pared. En todas las parejas, la niña mira en dirección al niño, que se halla a su lado de pie. Todo aquel que sea capaz de dirigir una mirada contemplativa al conjunto, recordará el tema de la Iglesia como esposa que mira hacia su esposo crucificado, cuya pasión se encuentra representada debajo de la Délfica, a la derecha. También la vidente, movida por el espíritu, mira hacia el profeta Zacarías, que celebra la llegada del esposo junto a su esposa Sión, que representa la Iglesia. Observando con mayor atención percibiremos que la vidente dirige su mirada al escudo de Sixto IV que el profeta tiene a sus pies. Como dicho escudo se parece al de Julio II, es evidente la alusión al Papa como esposo de la Iglesia.
El rostro de la Délfica se presenta junto al de los dos muchachos. Estas dos personas que la acompañan, seguramente de distinto sexo, se hallan completamente desnudas, como las que se ven junto a la figura de Zacarías. Se hallan de pie sobre el asiento del trono en el cual se sienta la sibila. La figura que identificamos como una niña da la espalda a la pared y sostiene un libro abierto delante del niño, que intenta leerlo. A excepción de una pequeña mancha luminosa en la frente, el rostro de la primera persona se encuentra totalmente en la sombra, y oscuro es también el rostro del niño. Aquel que lee un libro ha de representar forzosamente el intelecto, o sea, el intellectus, pues «intellegere» significa «leer dentro de una cosa».
Por su parte, la persona que sostiene el libro representa la memoria, el recuerdo. La misma vidente, que sostiene un pergamino en la mano derecha, en su movimiento procede de los dos niños. Como en la visión agustiniana del alma, la voluntad tiene su origen en la memoria y el intelecto, por lo tanto, debe tratarse aquí de la voluntas.
En su mano izquierda la sibila sostiene un trozo de papel doblado que alude al oráculo de Delfos. El viento mueve sus cabellos, mientras que su manto, de color celeste en la parte exterior, los cubre como un velo a la altura de su arranque. El manto desciende desde la cabeza hasta el hombro derecho, y desde aquí, cruzando por delante del pecho, llega hasta cubrir el izquierdo, se hincha después por detrás de la espalda y deja ver su forro de color azafrán. El color amarillo azafrán envuelve la espalda, las caderas y las rodillas; alrededor de la cintura y las piernas se puede ver el vestido verde claro ceñido por un cinturón, debajo del pecho, que se cierra debajo de la axila con una hebilla redonda y dorada.
La sibila tiene la boca entreabierta, como si estuviera a punto de pronunciar una palabra misteriosa y profética; la misma palabra a la que alude el pergamino blanco y el pedazo de papel doblado. Tanto el rollo como el oráculo rozan el forro del manto color azafrán, color de los ojos de la paloma, que según el texto atribuido a Hugo de San Víctor, simboliza el discernimiento espiritual. Intentemos ahora interpretar la vestimenta. La palabra pronunciada por la sibila Délfica se halla envuelta en el verde de la esperanza, que adquiere solidez en la promesa de un futuro divino y dorado. Únicamente podrán comprender esta palabra quienes gocen del don del discernimiento espiritual y de la contemplación celestial, además del frontal blanco de la fe. La memoria y el intelecto ya no se hallan ofuscados, y por lo tanto la voluntad puede dirigir su mirada hacia el esposo celestial. Llegados a este punto, semejante interpretación de los colores y los gestos, si bien invita a la duda, no puede negarse que tiene sentido.