La decoración de las paredes
A lo largo de las paredes, el programa iconográfico prevé dos grandes ciclos del Antiguo y del Nuevo Testamento con las historias de Moisés y de Cristo; más abajo, un zócalo muy alto con falsos cortinajes sirve de marco a una serie de escudos de la familia Della Rovere, a la que pertenecía Sixto IV. Arriba, entre las ventanas, siguiendo la tradición paleocristiana y medieval, están representados los treinta primeros pontífices en trajes pontificales, en elegantes hornacinas.
Estas primeras historias pintadas en las paredes de la Capilla Sixtina ilustran el pensamiento teológico de Sixto IV manifestado en un pequeño escrito titulado Nuestro Moisés es Cristo redactado cuando todavía se llamaba Francesco della Rovere. Para realizar esta empresa gigantesca en el menor tiempo posible —en efecto, los frescos fueron terminados en dos años, en 1483— el Papa confía la tarea a Perugino, que asume la función de «maestro concertador» de una obra colectiva, semejante a pocas en el transcurso de la historia. Con Perugino, ayudado por Pinturicchio, colaboran tres famosos maestros con sus alumnos: Botticelli, Ghirlandaio y Cosimo Rosselli. A ellos se agregan otros artistas toscanos: Piero di Cosimo, Fra’ Diamante, Bartolomeo della Gatta y Luca Signorelli que pronto tendrá un papel importante. Lo extraordinario no es sólo la calidad del arte de todos estos maestros, sino el hecho de que aceptan un estilo común y una disciplina que da unidad al proyecto.
El ciclo comprende, para cada una de las historias, ocho imágenes de episodios, seis en las paredes largas y dos en los lados más cortos, además del retablo de la Asunción, a la que está dedicada la Capilla y que se halla en la pared detrás del altar. Más adelante el retablo se quitará para dar lugar al Juicio. El número tres es esencial en la decoración. La proporción entre el largo y el ancho de la Capilla es de tres a uno y concuerda con el sistema de división de las paredes que crea seis recuadros en las paredes largas y dos en los lados más cortos, y doce dovelas
La intención del programa iconográfico de Sixto IV es reafirmar, con el máximo rigor teológico, la íntima correspondencia entre el Antiguo y el Nuevo Testamento, entre el Reino de la Ley y el Reino de la Gracia. Moisés, libertador del pueblo elegido de la esclavitud de Egipto, es una de las más comunes prefiguraciones de Cristo, libertador de la humanidad de la esclavitud del pecado. De este modo, la historia de la Humanidad fue representada, en una breve síntesis, en las dos grandes eras en que se divide, antes y después de la venida de Cristo: el reino de la Ley y el reino de la Gracia. Dentro de este programa está motivada también la serie de los Pontífices, vicarios de Cristo, así como Moisés era precursor de Cristo. Existe, pues, una continuidad ideal en la vida de la humanidad, antes, durante y después de la Redención.
En la pared de la izquierda, mirando hacia el altar, se desarrolla la narración de la historia de Moisés; en la pared de la derecha, se contraponen los episodios de la vida de Jesús. Así, en las dos primeras escenas de los dos relatos, se comparan el rito de la circuncisión del Antiguo Testamento y el rito del Bautismo en el Nuevo. No menos que la continuidad, se señala la superioridad de la ley evangélica respecto a la mosaica. Lo que en el Antiguo Testamento es cruento, como el sacrificio del animal, en el Nuevo es simbólico, como el Bautismo y la Eucaristía. Las inscripciones latinas en los frescos ayudan a comprender su contenido y su simbología.
Éstos son los acontecimientos que encontramos en los primeros libros de la Biblia y que siempre han sido interpretados no solamente como el recorrido del pueblo elegido, sino también como el camino que todo hombre recorre durante su propia vida. En las contingencias ideológicas y políticas de finales del siglo XV, estos episodios adquieren un valor diferente.
En ese momento histórico se acentuaba particularmente la figura del papa, jefe absoluto de la comunidad de los creyentes, según la fe que la Iglesia ha profesado siempre, contra cualquier otra interpretación. De aquí el papel principal concedido a la figura de Moisés, representado como el guía y el legislador, precursor del mediador y profeta por excelencia, Jesucristo.
De estas historias emerge que el lugar en el que es visible el signo de la reconciliación entre Dios y el hombre es, y solamente puede ser, la Iglesia; y que el centro de su unidad es el Sumo Pontífice.
Jesucristo en persona ha comunicado a Pedro, el primero de los papas, su misma autoridad moral. Por ello, la figura de Pedro, en los recuadros cristológicos, se destaca constantemente entre la de los otros apóstoles, y es éste el motivo de la importancia del fresco Entrega de las Llaves, símbolo del poder espiritual y temporal dado al príncipe del colegio apostólico.
El mensaje que sugiere al observador esta catequesis artística se inspira en el catolicismo medieval y en la doctrina teocrática. Muestra la continuidad ideal de la vida de la humanidad antes, durante y después de la Redención. Dicha continuidad está garantizada, en los momentos actuales, por la misión de los Pontífices. Ya Nicolás X cuyo programa sirvió de inspiración a Sixto IV declaraba en una carta de 1541 a Constantino Paleólogo: «No es posible concebir una Iglesia, si no existe un solo cuerpo visible, que representa el lugar del eterno pontífice que tiene su trono en el cielo, y si todos los miembros no obedecen a ese único jefe». La unidad conceptual constituye el punto de amalgama de este ciclo pictórico, entre los más elevados de todo el siglo XV, más allá de los estilos de los maestros que participaron en él.